Las sirenas del castigo (1991-2004)
A Tonya, mi esposa, mi mejor amiga y mi musa
ÍNDICE
1. EL MUÑÓN
2. CARTA ABIERTA A CHARLES BAUDELAIRE
3. ARTE POÉTICA
4. A PESAR DE MÍ
5. ATARAXIA
6. CINCO MINUTOS
7. ORACIÓN Nº 3
8. HUECOS
9. TODAS LAS COSTRAS
10. SED EN UNA FUENTE SECA
11. AL PASAR LA BARCA
12. LOS DÍAS DE LUCHA
13. VIGILIA
14. LAMENTACIONES
15. BIBLIOTECA (Homenaje al ciego)
16. CARTA AL TERRORISTA
17. LA CAUSA
18. OLD RIP
19. RECUERDOS FUTUROS
20. SOFÍA
21. PARA LA ALEGRÍA
22. DUDA
23. ERGO SUM
24. TODO LO QUE HAY QUE SABER
25. REFUTACIÓN
26. ME DAS A LUZ
27. FOTO CON EL JEFE: TRES DÓLARES
28. TURISTA
29. AMÉRICA, TERRA ALENA
30. VERANO AMERICANO
31. CARTA ABIERTA A DANTE ALIGHIERI
32. PUNTAPIÉ
33. CALIFORNIA DREAMING
34. ME PONGO CÓMODO
35. IDA Y VUELTA
36. PUENTE DE TIJUANA
37. WAVING GIRL
38. GÓNDOLAS EN EL DESIERTO
39. ACUEDUCTO
40. MI PATRIA
41. DALÍ
42. AMANECER
43. LA ESPALDA
44. LATIDOS
45. ODA A LAS CADERAS
46. ORACIÓN Nº 33
47. SIN VERBO ORIGINAL
48. UNA LLUVIA DE CIELOS EN LA BOCA
49. ESTÁS EN LAS ESPIGAS
50. MARIPOSAS
51. INSTANTE ETERNO
52. LA PRÓXIMA CARICIA
EL MUÑÓN
Yo padezco la ira de un castrado
porque empuño la espada al rojo vivo,
la esgrimo, intento herir y nunca acierto.
Yo deploro mis alas de gallina
postradas a la gracia del albatros.
Yo pretendo la vista del poeta;
luego, apunto, disparo
y la saeta yerra su destino.
He heredado la mano del escriba
En una alberca, ansioso
busco el ala del ángel ...y la encuentro
Doy gracias, y después termina el gozo
pues llora ante el muñón que la acompaña
CARTA ABIERTA A CHARLES BAUDELAIRE
Estimado maestro: como a hermano mayor
quiero comunicarle mi oculto deseo:
blasfemar con usted. Como imaginará
a mi pobre nariz no llegan los perfumes
de exóticos cabellos; quisiera, pues, Albatros,
confesarle mi culpa: cada vez que me elevo
por sus versos amargos, duele más la caída
a mis limitaciones. Présteme, entoces, francés
sus alas de arcángel tan sólo por un día
ARTE POÉTICA
Me enfrento al papel con cobardía,
con cara de poeta enamorado o de suicida
me lamento y lo lleno de mentiras;
lo arrojo sin piedad a la basura.
A PESAR DE MÍ
Para inventarme, también sería importante
una lavandería ruidosa y sucia,
ojeras y resaca y mal sabor de boca.
Habrías de investigar entre mi ropa sucia,
preguntarle a otro.
Para inventarme... un momento:
la ropa está ya seca. ¿Por dónde íbamos...?
Para inventarme, nada como quemar todo lo escrito
y empezar desde la nada.
Nada como unos versos de lavandería.
ATARAXIA
Hierve el mundo allí fuera,
se cuecen los suicidios,
y yo, cansado de ponerle tantas velas a nadie,
y de rezarles a las moscas,
me vuelvo hacia el centro de mi alma,
y siento una tortura placentera
que viene a recordarme
que no me quedan uñas ni nada que morderme.
CINCO MINUTOS
Las once menos diez.
Celda mental.
La ausencia,
callada tras el biombo
imbécil del olvido,
me escupe con sus roces
postizos en mi celda.
Las once menos cinco.
ORACIÓN Nº 32
Quién hablara el lenguaje ciego de los místicos
para quitarse de encima
esa condena que es pensar.
HUECOS
He venido a susurrarte
cómo se ganan las batallas
y a enseñarte a hallar la fórmula
mientras limpias letrinas.
TODAS LAS COSTRAS
Río de insultos es mi sangre
que se muere de ganas de romper
todas las costras.
SED EN UNA FUENTE SECA
Tus labios entreabiertos,
tus muslos
en esa fuente sucia y seca.
Cuando amanecen tus caderas
entre sueño y delirio,
sorprendentes,
antes que el alba nos detenga,
de repente,
las cucarachas brotan de tu pelo.
AL PASAR LA BARCA
Al pasar la barca me dijo el barquero:
escupe al grito ahogado de los flojos
y muerde el labio hermoso de la vida.
Resopla hacia tus velas desgajadas
y boga lentamente hacia otros puertos.
LOS DÍAS DE LUCHA
Si al final del camino
encuentras paz
no te engañes:
extrañarás el vértigo
de los días de lucha.
La sombra del retiro
nos carcome.
VIGILIA
Qué extraño dolor el del insomnio:
te niega la renuncia a lo vivido.
LAMENTACIONES
Lamento no poder lamentarme
de no haber disfrutado de la oportunidad
de conseguir mis sueños.
BIBLIOTECA (Homenaje al ciego)
Concédeme la voz,
tú que albergas en tus tripas
las calderas de la luz.
Refugio de sabios y blasfemos,
sedúceme sin más con tus caderas
y clávame tus uñas mientras abres
tus labios de papel para mi lengua.
CARTA AL TERRORISTA
Hasta que nunca más vuelva a llover
por esas tierras,
ni los pájaros canten de alegría,
hasta que el mar te cubra con deshielos
y el último barril de vino se avinagre,
la pierna de esa niña, destrozada,
navega en tu conciencia.
LA CAUSA
Tras leer unas páginas
de Salinger
vacié el cargador, enaltecido,
en el cuerpo delgado
de John Lennon
y estallé por los aires
sintiendo que aspiraba
aromas divinos
en la más concurrida
parada de autobús
de Tel Aviv
y le disparé un tiro al Papa
en la más hermosa mañana
de Roma
y después fallé,
inexplicablemente,
con Ronald Reagan,
pero asesiné a Ghandi
mirándole a los ojos sorprendidos
y a Martin Luther King
y a unos cuantos
hermanos Kennedy
y a otros cuantos culpables
en Nueva York y en Madrid.
Fue todo por la causa.
OLD RIP (1897-1929)
Después de treinta y dos años,
toda una vida,
emparedado junto a una Biblia,
viviendo “pacíficamente”, dicen,
en la piedra angular
del nuevo juzgado de Eastland, Tejas,
Old Rip, horned toad, lagarto cornudo,
te desenterraron, vivito y coleando,
eso sí, lleno de polvo,
el 28 de febrero de 1928
ante tres mil atónitas personas
al destruir el local para construir otro nuevo,
sólo para morir al año siguiente,
enfermo de pulmonía,
el 19 de junio de 1929,
tras haber hecho una gira por el país
y visitado al Presidente Coolidge en Washington.
En tu entierro,
entre mofas y respeto,
desfilaron coches fúnebres.
Y allí sigues hoy,
expuesto en la vitrina del juzgado,
tan serio, tan formal, tan embalsamado,
en tu lujoso ataúd de terciopelo rojo
hecho a medida.
RECUERDOS FUTUROS
Cómo te puedo extrañar tanto,
hija mía,
si aún no has nacido.
Cómo temer que te peguen en la escuela,
hija mía,
sin que hayas visto la luz.
Y cómo desvelarme
por las drogas o los coches,
hija mía,
si ni tan siquiera
te hemos concebido.
SOFÍA
Un despertarse a vivir
entre dos muertes,
un instante de consciencia
entre dos nadas.
Esa era mi vida
hasta que llegaste tú,
hija mía.
PARA LA ALEGRÍA
Me golpeaban.
Ahora miro hacia atrás,
espanto algunas moscas
y bostezo
y me obligo a sonreír,
que ya llegaste, hija mía,
a bautizarme con tu vida.
DUDA
Empapado de silencios y vacío,
sostenía un pulso absurdo con la vida,
preguntándome si habría algo
más allá de mí.
Ahora tú me amparas,
niña mía,
con tu sueños.
ERGO SUM
Hurgando en las heridas
antes de que escampen los recuerdos,
miras a tu niña
y sabes que nada existe
sino ella.
TODO LO QUE HAY QUE SABER
Ahora que ya habías claudicado,
resulta que aparece ante ti
una carita recién nacida
y te enseña en un instante
todo lo que hay que saber.
REFUTACIÓN
Kierkegaard aseguraba que la vida no tenía sentido;
Heidegger decía que la vida no tenía justificación;
Nietzsche no entendía por qué estábamos aquí;
Sartre repitió que la situación humana
era ambigua y absurda
y que tratar de desentramar su sentido
era una pasión fútil,
pero entonces llegaste tú, hija mía,
y todas sus teorías cayeron por tierra.
ME DAS A LUZ
Me vas a renacer, hija,
cuando ya poco tenía sentido
en mi vida.
Cuando se me estaba acabando
la poesía
llegó tu antorcha a renovarme
con llama de risas,
de inocencia que todo lo sabe
pues sólo se sabe a sí misma,
de luz nueva como tu sangre,
como tu mirada, Sofía.
FOTO CON EL JEFE: TRES DÓLARES
La reserva.
La reserva india
de indios con plumas.
Reserva con McDonald's, Pizza Hut
y Pepsi sin reservas.
La reserva casi,
la reserva apenas.
Cherokee Land de gomaespuma.
Gran mofa de la historia y del orgullo.
El Gran Jefe sin tribu,
la gran tribu sin gloria,
la gloria del turista.
Tú, Gran Jefe.
Yo, Gran Turista.
TURISTA
País de mendigos
sin mirada,
que surgen ante ti
como una deuda
mientras comes.
AMÉRICA, TERRA ALENA
Te doy gracias
y no por enseñarme
a ver mi tierra,
ni a hallarla en otros aires,
sino por desvelarme
que en todos los rincones
del planeta
hay un exilio.
VERANO AMERICANO
Uno de eneeero,
dos de febreeeero,
tres de maaarzo,
cuatro de abriiil,
cinco de maaayo,
seis de juuunio,
cuatro de julio,
cuatro de julio,
cuatro de julio,
cuatro de julio...
CARTA ABIERTA A DANTE ALIGHIERI
Estimado señor:
Al descender
desde el quinto piso,
piso a piso,
de un estacionamiento
en el centro
de Los Ángeles,
doblando a la derecha,
doblando a la derecha,
en esa oscuridad
contaminada de progreso,
por primera vez
creo
en
el
Infierno.
PUNTAPIÉ
Contemplé la gloria
tentándome lasciva,
soplando coqueta
su aliento entre mis labios
y ardiendo obscenidades en mi oído.
Y por dudar de ella,
escapa el espejismo
acariciado
y se vuelve y me sonríe
con mueca de desprecio
y de victoria.
CALIFORNIA DREAMING
Voy a cantar el corrido
de un gran sueño,
cumplido a mi pesar.
Y voy a relatar
cómo llegué
a una ciudad que es,
en realidad,
una autopista con salidas
que prometen el éxit-o.
Les contaré
que escribo esto
en la cafetería
de la Universidad de California, Irvine
que estoy a punto de leer
una ponencia aburridísima
con más de tres líneas de título.
Y les diré, por último,
que tan sólo quedan
cinco minutos
y tengo que dejarles.
ME PONGO CÓMODO
Ya mastico el fracaso,
lo degusto,
me adapto a él,
me pongo cómodo.
Ya es parte de mí.
Me ha adoptado.
Me ha hecho su hijo,
su lazarillo,
su mensajero,
su puta.
IDA Y VUELTA
Un día de instantes
(sus lágrimas lo iban sabiendo mejor cada año)
volví a dar parte,
domado y roto,
descafeinado de vegetar
en el espanto y la desidia.
PUENTE DE TIJUANA
Suspiro de vergüenza
en el puente de Tijuana
con sus niñas mendigas,
guitarristas,
vendedoras de chicles
y de lástima.
WAVING GIRL
Saludas a los barcos en Savannah
y el pañuelo despliega tu tristeza.
No, la loca del puerto no está loca;
en bronce, espera. Sólo espera.
GÓNDOLAS EN EL DESIERTO
Escapo a los desiertos
huyendo de palmeras con smog
y llego a una venta
con señores que me arman caballero.
Escondo allí mis armas
del hedor a tragaperras,
pero oigo ladridos verduleros:
se vende decorado de desierto,
for sale, se vende Mojave,
borracho de palmeras importadas.
Allí reconozco a Eiffel prostituido,
a un gondolero afónico,
un reloj sin agujas,
un puente sin río,
un tren sin vía,
un reflejo,
un eco,
no.
ACUEDUCTO
Tú y yo vimos la luna en una espera
y el brillo de tus calles en la aurora
y el coro de campanas castellanas
y el humo en chimeneas madrugonas.
Contigo oí los silbos de dulzainas, tamboriles.
Contigo respiré los pinos, las espigas,
las resinas y las tejas, los caminos.
Me hiciste piedra tuya.
MI PATRIA
Mi patria
es la caja de los hilos
y el himno
lo tocaba el afilador.
Mi bandera es la bayeta
de secar los cacharros
o aquel hule de plástico
que se nos llevó el tiempo.
También hay héroes nacionales
(Patrito, que era el loco del pueblo)
y un baile folclórico
que inventó mi madre
para hacernos reír.
La lengua oficial
está aún por estudiar
y tiene voces que vienen del latín
como miserere
y otras como tete y nina,
pajón, potingue y milindris,
de más oscuro origen.
DALÍ
Amor y desparpajo.
Legado de recuerdos
y miradas
y voces transparentes.
Muletas que sustentan su pasado,
se devoran,
se nutren de las carnes
y de la vida del otro.
Amor y desparpajo.
Él le ordeña el seno
ya sin leche
y las hormigas
rodean sus silencios.
Tantos años juntos
que acabaron por comerse entre nostalgias.
AMANECER
Vencido ya,
regreso borracho de edificios,
un cigarrillo, un taxi, una maleta
y, de repente... tu sonrisa.
LA ESPALDA
La espalda hacia el dolor
se oculta entre los velos de tu pelo
y la barbilla es cima sudorosa
de tu cuello. Crispas el ceño
entre las sábanas que muerdes.
Lentamente libero tus caderas de mis dedos
y espero a que tus brazos me descansen.
LATIDOS
Se viste el aire de templanza
y al descenso,
caen muros salpicados por el ritmo,
y muy sola y muy hueca
la ruta del gemido
se apremia a connotar
la vida de razón de ser vivida
y ensambla con el rito la locura.
ODA A LAS CADERAS
Gigantes de las calles,
ciudadanas,
ritmo del universo,
vosotras, arrogante
condena del hambriento,
paseáis por avenidas
mareadas;
laderas habitables,
paseáis la línea curva
enaltecida;
caderas de mujeres pasajeras,
gobernantes bienvenidas y eternas,
lanzadas a los aires;
liberadas caderas,
cientos de caderas de colores,
cientos de miles de caderas
invaden el vacío.
ORACIÓN Nº 33
Que el vuelo bandolero
de una nube guardiana de tu llanto
bautice mi dolor.
Que llueva en abundancia y el rocío
perfume con tu aroma mi cansancio.
Que el eco de tus risas poderoso
retumbe entre mis venas y silencie
el ruido del despegue que me aleja.
SIN VERBO ORIGINAL
Me arrimo a tu regazo
decidido a raparme de ideas la cabeza,
sin verbo original y sin presentes,
tan sólo mi vacío y mi deseo
de reírme del mundo entre tus muslos.
UNA LLUVIA DE CIELOS EN LA BOCA
Eres, Tonya,
una lluvia de cielos
en la boca.
Eres tu llanto, eres tu risa,
eres mujer.
ESTÁS EN LAS ESPIGAS
Estás en las espigas
que forman las arrugas del anciano.
Habitas en el llanto de los niños,
en las brisas y pinares de mi tierra.
Te veo en las mareas
y en las aguas olvidadas de algún puerto.
Te escucho en el latido del silencio
y en los surcos atrapados de deseo.
Te tengo entre mis labios
cuando bebo.
Te alcanzo a respirar cuando me queman
las espuelas del tiempo en aguaceros.
Te sudo en las secuelas del hastío y del veneno.
Me tienes en tu aliento.
MARIPOSAS
Llegó corrupta y sucia
su voz espeluznante
de mueca desdentada.
Dijo que no temiera
por mi vida,
que no era a mí
a quien buscaba.
Le arranqué la guadaña
sin pensarlo
y escapó.
Aquí la tengo
junto a la cabecera
de mi cama
esperando su regreso:
voy a arrojar mariposas en su alma.
INSTANTE ETERNO
Esa antesala de la muerte
me revela las fauces del instinto
en la boca del alma.
Hay algo de diosa y de fiera
en la senda iluminada de tu cuerpo.
LA PRÓXIMA CARICIA
Sudas.
El lienzo de tu vientre
adivina la próxima caricia.
Soy.
La historia de usted
A Sofía López-Craig
I
Porque no sabía por qué,
ardían minutos uno a uno:
mi rostro se hundía entre puños,
la nariz se fundía con la mesa.
Te buscaba sin hallarte.
He de sosegarme, me decía,
hallar caminos hacia una luz compadecida,
despertar en otro hogar, ya liberado.
Bucearé
en sombras de apéndices inútiles
hasta toparme contigo.
De repente, casi sin quererlo,
llegaste
y fui ganándome día a día
un mudo descanso,
supremo desinterés,
emancipación de todo apego.
Nadé sin esfuerzo,
alerta,
abandonado en unidad,
al vaivén de ondas desconocidas.
Respirando ritmos,
miré espacios vacíos
limpiando mis sentidos de recuerdos,
y sudé presentes
asesinos de ideas
y de espaldas al tiempo.
Una mano meditante
guió mis pasos:
ya nada me falta,
supe al ver tu vida.
E hice las paces con la muerte.
II
Cayó, entonces, al olvido calculado
una queja hueca
de las que eximen cuitas
y desperezan almas.
Allí rezaron los álamos
un mantra ateo
y la mar quedó huérfana,
atrapada entre columnas,
lamiendo sus heridas,
mientras basiliscos, sierpes y alimañas,
reunidos todos,
recobraron la paz con tu sonrisa.
Aquel hombre del tiempo
ya no anuncia tornados.
Se ha quedado
sin pretéritos imperfectos
ni futuros simples.
Se ha bautizado en la simplicidad:
todos los caminos llevan al camino.
III
Nace y muere la luz en la autopista.
This will be the day that I die,
insisten la radio y la tormenta.
Y… ¿tan grave sería? Ponderas.
Es entonces cuando un rostro,
su rostro,
nace en tu conciencia
encendiendo sombras.
IV
Pero resurgieron iras insensatas,
se asfixió la integridad
mandando aves a sus nidos,
y peces a sus mares:
llegaron ecos, sirenas del castigo.
Otro signo inconstante y viajero
que anhelaba no llegar a su destino,
nacería, sin avisar,
exigiendo palabras.
Un día moramos
en tierras planas
donde colinas y montes
se transmutan en cañones,
refugio de aguas y de árboles,
pero pronto volvimos
a tierras de temblores.
Ya no importa. Respiro.
Eres mi portal, creo.
Al verte, respiré una certeza
que creía imaginaria.
Tanta vida nómada llegó a su puerto
y nos hicimos sedentarios:
fundamos villas,
plantamos lagos,
resucitamos el desierto
y lo llenamos todo de raíces
para aprender a nacer.
V
Entró el goteo pausado
de las aguas de caverna
corrieron chasquis emplumados
y crecieron ceibas en la mar.
Caracoles de aldeas pirenaicas
y coquíes de fortalezas coloniales
compartieron un mismo flamboyán.
Y las partidas de dominó
siguieron en La Habana.
Los niños de las favelas
nos devolvieron la mirada
y apuntaron con sus armas.
Eran días itinerantes.
Somos ahora
caminantes de barrios coloridos:
Burano, Caminito y el viejo San Juan
todo es uno y nos devuelve,
siempre,
al momento en que naciste
en mis rodillas.
Ya verás:
pinos y tejas,
románico antiguo, castillos,
acueductos, soportales.
Ya lo sé.
No puedo mostrarte
aquél que soy, ni por qué,
ni describirte el punto exacto
hasta el que llegan mis raíces.
Ni vale la pena narrarte
hacia dónde te llevan
los cuatro puntos cardinales,
ni lo que he descubierto
últimamente en mi cabeza.
Ya lo desaprenderás tú,
y cuando hayas viajado lo viajado
leído lo leído, sentido lo sentido
y llorado lo llorado,
verás por qué te digo
que serán tus propios pasos
los que te abran el camino.
Si tú eres mi portal,
el tuyo está en ti misma.
No te digo que sea fácil.
Recuerda tan sólo dos cosas:
No hay secretos.
No estarás sola.
Y yo, mientras tanto,
aprenderé a morir un día
evocando tu imagen redentora.
VI
Y es que pasan los días buscando el saber,
rindiendo pleitesía al conocimiento supremo,
acumulando,
hasta que se llega al lugar de lucidez
que nos anima a desaprender,
sí,
a desaprehenderse,
a desprenderse,
a vaciarlo todo
y, por tanto,
a vaciarnos del vacío,
a vaciarnos para poder crear.
A vaciarnos.
Llega el instante de la marcha atrás
y habrá que desleer y desvivir,
habrá que construir la destrucción.
Y ésa es la otra cara de la moneda.
Ya verás.
Ahora me dices
que te gusta oír latir mi corazón,
pero algún día sabrás que oías el tuyo.
Y cuando salgas de este sueño
de begonias, hadas
y caballitos de madera,
y tengas que soltarte de mi mano
para siempre,
verás que siempre es nunca
y que, como las sombras de Rosalía,
caminaré contigo, para ti,
sin molestarte, claro,
a la distancia,
velando por tu bien,
y así,
también por el mío.
Y cuando, quizá, pienses
que ya sólo estos versos
te han quedado de mí,
errarás rotundamente:
seguiré en ti, para ti.
Por ahora, habremos de esperar
el instante adecuado
en que regalarte la palabra
algarabía.
Bueno, ya te la regalé
pero tu mirada me explicó
que no era el momento
Y te tengo guardadas
más sorpresas:
El portal hacia lo nuevo,
la antesala del ingenio,
la boca del éxito,
ya verás,
es la imitación.
Elige, admira, emula, traiciona.
Ignora estos consejos.
Ah, por cierto, ya descubrirás
que no es tanto cuestión de buscar
como de darse cuenta
de lo que se ha encontrado.
Pero insisto: ignora estos consejos.
Yo tengo la obligación de dártelos
por si acaso.
Más que un laberinto
o una biblioteca,
como dijo el ciego,
la vida es un rebaño de ovejas
que avanza lento y recto
por una sola cañada,
dejando heces
y balando.
Sólo unas pocas,
las elegidas,
se extravían confiadas.
Así es.
Te pido a cambio
que sientas el aroma
de la piedra mojada;
que escuches la voz
de la boca que ames
y compartas con ella
rincones secretos;
que descubras el duende,
(el que tengo ahora en mente,
o el que tú quieras tener)
de quien burla los ecos
y lo imites.
Vives para crear.
Te pedimos raíces:
que las recuerdes
o las extirpes, si hace falta,
pero que vivas su presencia.
Cuando ya no me pidas
que te cante ni que corra contigo,
cuando ya no hagan falta mis consejos,
entonces léeme;
he de darte gracias
por descifrarme los arcanos
del portal.
VI
Dime,
¿cómo es ese mundo que habitas?
y yo ¿por dónde ando?
Se desvanecerá un día
(ojalá que no del todo)
y verás que entre tus buenos y tus malos
hay muchos matices.
Y en este otro mundo,
no tan puro, hermoso y seguro,
habrás de buscar alianzas
y esquivar trampas
pero a fin de cuentas,
quiero que sepas
que habrás de ser tú
quien se abra los caminos
y encuentre los portales.
Ganar, perder, éxitos o fracasos,
eso estará a veces fuera de tu alcance.
Pero hay que prepararse
por si llega el momento,
(que siempre llega, si sabes esperar).
Felicidad, tristeza…
fuera de tu alcance también.
Pero habrás de buscar una
y evitar la otra
con todas tus fuerzas.
Ésa es la clave.
Y mientras tanto,
respira los aromas infinitos,
deshila anocheceres eternos,
sueña sabores impensables.
Toca el mundo y apodérate de él.
VII
Me cuentas que has soñado
con estrellas y dragones
que sonríen al darles de comer.
Me cuentas que te gustan los truenos
y que yo soy tu príncipe.
Me cuentas que te asustan los monstruos
del pasillo y que no te gusta
que me vaya a trabajar.
Me cuentas tantas cosas…
pero no te escucho, la verdad,
porque quedo hipnotizado,
agradecido, mirándote.
Más eterna, más monumental
es tu sonrisa
que todos los dragones
y fénix imperiales.
VIII
¡Vaya!
Me propuse huir de lo anecdótico,
de esos clichés de retaguardia
que matan al poema,
del suspiro ajado que envejece…
y, sin embargo,
no me sale otra cosa
que el amor:
Sólo tú me importas,
estandarte,
credo eterno,
burladero de la nada,
salto al vacío.
Tu ausencia es un anuncio
de un dolor imposible que me aterra;
tu voz, en cambio,
es clave y soportal.
Es agua de lluvia que redime.
IX
Has de concebir un día
otro eslabón en la cadena.
Y sólo el latido acelerado del milagro
y los sonidos de la vida
te revelarán el infinito en lo más mínimo.
Sólo entonces sabrás
por qué te dije
que eras mi portal,
por qué escribí que tú eras el camino,
el soportal,
por qué te hablé de raíces,
del vacío y de la nada,
de lo eterno y de las sombras,
de presencias y de ausencias.
Sólo con la réplica del momento
en que naciste en mis rodillas
volverá a emitir la mar
quejidos huérfanos,
sólo cuando tus brazos
cuenten también con el poder
e acallar el llanto con amor,
verás qué es lo que escribo.
Y es que nada hay tan hermoso
como tu alegría.
Sabrás, entonces,
por qué perdí la vergüenza
a escribir sobre el amor.
Sabrá, entonces,
por qué ese señor con barba
escribía sobre usted.
X
No es cierto que todas las rosas
sean la misma rosa,
como dijo el poeta:
te vi nacer y vivir,
y declaré
que sin ti yo no sería.
Eres el fin de los principios
Y el principio del fin.
XI
A un pagano en Sion
le regaña un jasídico
por no creer en su dios.
Le dice que rece, que crea,
que piense, que abra los ojos
a su ortodoxia.
Pero ni en su Muro de Lamentos
con kipás, talits, tefilines, torás, talmudes
y rítmicos sombreros,
con letras sagradas y oraciones,
ni en la enemiga Plaza de Mezquitas,
ni en el piadoso llamamiento
del almoacín en su minarete,
ni en la gran mezquita
con tumbas sagradas de patriarcas
(por las que se matan unos y otros)
ni en las oraciones arrodilladas
en Getsemaní,
Dominus Flevit,
el Monte de los Olivos,
la Vía Dolorosa,
ni en todos los sacros lugares
con sepulcros y natividades,
con ojos velados de iluminados
y aleluyas
y místicos cantos en latín
vio un atisbo
del verdadero milagro
de verte recién despertada
sentándote, despeinada
y sin pedir permiso,
en sus rodillas.
El diminuto Jordán
y el milagroso Mar de Galilea
le parecieron, además,
bastante menos sagrados
que la piscina del barrio
cuando nadas con él.
Con sus patillas rizadas,
le exigía que creyera,
que se arrepintiera,
sin saber que no precisa
sus consejos:
el que de veras tiene ya
su axis mundi
no necesita que lo imiten.
No sabía, el pobre,
que tú fuiste y sigues siendo
mi kensho, mi satori y mi nirvana;
todo en uno.
XII
Yo no soy de aquí,
pero sí lo soy.
Yo soy un hombre del sur,
pero también lo soy del norte,
del este y del oeste.
Tan orgulloso estoy
de la tierra en que nací,
con su gloria
y sus páginas negras todas
en los libros de historia,
como lo estoy de las tierras
que me fueron extrañas al nacer
pero que ya hace tiempo
que no lo son.
Solo en mitad del desierto,
de la selva, la urbe y el océano,
perdido en las nubes del Pacífico
he gritado una y mil veces
que yo soy de aquí,
que esta tierra, este mar y estas nubes
son tan míos como de cualquiera.
Que lo sepáis.
Y que sepas que donde elijas vivir
y vagar y morir
habrás de romper toda muralla
(sin pedir antes permiso)
que intenten levantar,
tanto como deberás pasar puentes
cuando te los tiendan,
pues a quien tiende una mano
se la tienden después. Así es,
mi vida.
Como también debes saber
que si un día me lo pides,
destruiré tantos puentes como pueda
y levantaré las barreras, fronteras y muros
menos hospitalarios del planeta.
XIII
Y escribo.
Escribo para que veas
la inutilidad de la voz,
de las palabras.
Ni la unión mística o dantesca
de los contrarios,
ni el placer doloroso,
ni el calor helado,
ni nada de eso
hará nunca justicia al sentir.
Pero veo en tu sonrisa
lo que lees en mis ojos:
que no preciso sugerirte
lo inefable.
¿Para qué, entonces,
dibujar mis pensamientos y mostrarte
las limitaciones del lenguaje?
Confieso que es por mí por quien lo hago.
Lo creas o no,
este es mi “Confieso que he vivido”,
mi declaración de ataraxia.
Porque, en el fondo,
deseo eliminar
la posibilidad de la duda,
para que tengas siempre la certeza
de que fuiste el portal
que me alejó de la aporía
e hizo huir a la vorágine.
Me repito.
Ya lo sé.
Pero no importa.
Me enseñaste también
el secreto lenguaje de los niños,
el pacto mudo y sabio
que os hace a todos cómplices,
que os aleja de la duda
y os hace aliados en segundos.
XIV
Y aquí te dejo en herencia
la historia de Ud.
Te dejo mis palabras
y mi aliento.
Te devuelvo,
agradecido,
todo el júbilo
que te debo.
Que lo disfrutes.
Que nunca acabe este poema.
ÍNDICE
CUENTOS
El Segoviense
Carolina siembra arroz
Japonés o no japonés
Día de Año Nuevo
La enjaulada
La extranjerita
Aymaras en el aeropuerto
El juicio
Exégesis
Me lo he llevado yo
El recuerdo
El Tanganilla
El Yiyi
En mi café no se habla de eso
Los vecinos
Martín, el anacoreta
Manolo, el malo de la clase
¡Ay, mamacita!
Y mi palabra es la ley
El taxista de Belén
Patrito
El milagro de El Parral
La otra Sofía
CUENTOS
EL SEGOVIENSE
Siendo así, comenzóse a escuchar en la lejanía un leve murmullo de canto celestial y se hizo el silencio entre la plebe. Al rato, el murmullo se hizo plática de ángeles y dejáronse ver, por fin, los infelices, enfilados por la esquina occidental de la catedral. Iban como absorbidos por los coros monacales, vestidos de absurdos monjes amarillos, sus cabellos cubiertos por capirotes decorados con ásperas escenas, escupidos y maltratados por la muchedumbre, unos llorando, otros con mirada desafiante y, de pronto, un nuevo sentir se apoderó de mí. Vi muecas y ademanes desconocidos en las caras conocidas de los paisanos que se habían acomodado en las gradas erigidas para la ocasión. Vi lamento y vi desgracia en los cuellos humillados de dos reconciliados que acababan de dejar de ser para siempre enemigos de la fe cristiana, conducidos como un yugo por las manos femeninas de un vetusto dominico. Les daba escarnio un hábito de tosca tela en que podía apreciarse, imponente, la cruz de San Andrés, rodeada de diablillos a los que se empujaba sin piedad a las llamaradas eternas del tormento. Y se rumoreaba que si el uno era de esos herejes alumbrados que decían haber llegado a un estado tan perfecto por medio de la oración que no les era menester practicar los sacramentos ni las buenas obras. Se hacían chismes de que si el otro, que no cesaba de propinarse brutales y acompasados golpes en el pecho, decía haber sido iluminado a la manera mística y defendía que, mediando la oración, podíanse llevar a cabo los actos más depravados sin pecar. Aseguraban que había sido prendido el mismo día en que se proclamó el edicto de fe mientras, encaramado a uno de los hitos del via crucis en el monte de La Piedad, dirigía hacia el sol la piadosa mirada de un nutrido grupo de fieles con la promesa de presenciar místicas visiones a cambio de que lo agasajaran con regalos pues, por el amor de Dios, de algo había de comer.
Vi ojos clavados como dagas en los nacientes pechos desnudos de una bruja babeante y embadurnada de barro que emitía sin pausa un quejido (o quizá era una frase) que era cosa de espanto y no alcancé a descifrar, y que, a pesar de las amarras, se retorcía con horribles espasmos de otros mundos, no sé si de placer o de dolor pues su alma era poseída del Maligno. En el gemido de terror de un relajado cuyas manos rilaban al cubrir los oídos que venían de escuchar las palabras “hoguera purificadora” oí un mundo descompuesto que a sí mismo se atormentaba. Ese ecce homo, que apenas unos días antes era uno de los más ricos y respetados plateros de la ciudad, era incapaz de dar un paso sin tropezar, por lo que se murmuraba entre dientes: “le han dado suplicio de potro y agua, le han dado suplicio de potro y agua”. Medio mareado por el humo de inciensos y de antorchas, de cielos y de infiernos, no le encontraba yo sentido alguno a aquella celebración y me aferré tan ávidamente a la tabla que me daba asiento que apenas sí me percaté de la cantidad de espinas que habían atravesado mi piel y que, al día siguiente, hubo de sacarme mamá una a una, mientras escuchaba cariacontecida y en silencio mi relato de lo acaecido en la concurrida Plaza Mayor. Hoy comprendo, por fin, su semblante y su sigilo.
Al sentir “¡al auto de fe!” entre las pláticas, yo había acudido loco de contento a ver otra de aquellas funciones para las que solíamos congregarnos en el atrio de San Martín a escuchar voces de ultratumba que nos hablaban de ocultos misterios sobre la bondad y la muerte, la avaricia y la lujuria. Harto equivocados andábamos. No podía dar fe a mis ojos cuando dieron, entre los reos, con el Padre Florencio, que hasta aquel momento era venerado en la parroquia por su infinita bondad y que era capaz de enumerar todos y cada uno de los nombres de su numerosa grey. Se me hizo un nudo en la garganta y no pude por menos de preguntar qué era eso del pecado nefando en el que había caído; “cierra el pico, mocoso insolente” fue lo único que obtuve por respuesta. Otros muchos fueron excomunicados y juzgados por crímenes que mi infantil inocencia no acertaba a comprender: los unos eran mahometizantes, hechiceros y apóstatas; los otros, usureros, blasfemos y bígamos. Pero la única sentencia que consiguió invadir mis sueños en los años que siguieron a aquel suceso fue la que se dictó al relajado: se lo acusaba de pertinaz, de haber insistido (“¡marrano!” le espetaba su propia mujer bañada en lágrimas, “¡perro judío!” otros) obstinadamente en el error de practicar secretamente la ley de Moisés, de ser un perverso relapso que reincidía en una herejía de la que había abjurado años antes y, por ello, y por otros abominables actos judaizantes, se lo relajaba a la justicia y brazo seglar y confiscación de bienes por valor de no recuerdo cuántos miles de ducados. Con el manual de inquisidores bajo el brazo y sin dejar de dirigir sus miradas de tiempo en tiempo al escriba, el familiar del Santo Oficio entregaba ahora, con gesto displicente, un diezmo de dicha suma al hijo delator del platero, quien lo aceptaba haciendo reverencias bajo las apabullantes miradas de sus prójimos. Un suave “Adonai ejad” fue lo único que dejaron salir los labios del ajusticiado al ser invitado a una última oración. Acabada la diversión y con la plaza casi vacía horas después de que lo ajusticiasen, mi mirada continuaba estancada en el mismo espacio en que un archiduque, verdugo de honor, había encendido, entre una algarabía ensordecedora, la enorme hoguera que había de evitar el derramamiento de sangre impura. Días habían pasado y no conseguía arrancarme de las narices aquel hedor a pira humana mezclado con el de muslos de gallina y otras viandas que allí mismo se habían consumido de manera voraz.
Con la caída en desgracia del platero, las estrechas calles de la aljama amurallada, otrora inundadas de vida por el comercio de la plata y de las joyas, se vistieron de tristeza y soledad por unos días, asediadas tan sólo por los usurpadores de la riqueza de aquel buen hombre vendido por su propio vástago. Por el gran pórtico de su tienda en la Calle del Sol desfilaron los más bellos hostiarios y cálices, vendidos a precios inauditos; iban y volvían los acreedores cargados de relicarios, custodias de asiento y procesionales, haciendo caso omiso a las miradas atentas de la paralizada familia del finado, y allí no quedó uno de los cetros, raquetas, arcas y cruces parroquiales que habían sido el orgullo del barrio y el imán de todas las miradas. Al poco tiempo del aciago auto de fe, comenzaron a sucederse las misivas amenazadoras, los pasquines clavados en el portón de la aljama, las burlas y donaires que pretendían amedrentarnos, y fue entonces cuando nuestros ancianos rescataron del milenario pozo de sus recuerdos los tiempos de los bautismos forzosos de fray Vicente Ferrer, cuando se atemorizaba a la judería con largas procesiones de creyentes fervorosos azotándose con cadenas. Nunca llegaron a repetirse los hurtos de infantes para bautizarlos a la fuerza, como vaticinaban los más agoreros, pero sí cundió por cada una de las calles de la ciudad la obsesión con la antigüedad del bautismo del vecino o la presencia más o menos cercana de antepasados infieles. Por décadas, las burlas sobre la falsa pureza de sangre de algunos y el lastre indeleble de ser cristiano nuevo atormentaron a figuras de grande prestigio en el lugar, como mi padre. Por contra, los villanos de baja casta por fin tenían algo de lo que enorgullecerse: su sangre. Hasta las nodrizas moriscas hubieron de buscarse otros empleos cuando vieron que ya nadie deseaba que su hijo arrastrara perniciosos resabios por haber mamado leche de mala raza.
Se sucedieron raros percances por aquellos días. Tuvimos noticia de que en la Plaza de la Merced un hombre llamado Pero Núñez había tenido en la sangre mancillada de su esposa la justa razón para humillarla en público. Hubo ocasión, asimismo, de escuchar una curiosa conversación en la que descubrimos que contar con un antepasado que había lucido un sambenito, en lugar de poner yugo a la cerviz, había pasado a ser motivo de orgullo al dar fe de cristianismo, aunque fuera del nuevo. Y no cuento sino los hechos de más historia, por no parecer prolijo e impertinente. Pero he de añadir uno por curioso, que cierto día un hidalgo, paciente de mi padre, se empeñó en insistir tozudamente en que se podía distinguir a los pérfidos judíos por su olor, sus narices o incluso por tener rabo. Como solía hacer mi padre, tras revelarle nuestro linaje, respondióle con calma citando la última frase de la semblanza que don Fernán Pérez de Guzmán había escrito sobre Pablo de Santa María, a quien, por otra parte, siempre consideró un traidor a su nación: “o si algunos saben que no guardan la ley, acúsenlos ante los prelados en manera que la pena sea a ellos castigo y a otros ejemplo: mas condenar a todos es no acusar a ninguno, más parece voluntad de decir mal que celo de corrección”. Pero no era cosa de risa, que el grande temor y escándalo nos hacía tener que lidiar con algo tan dificultoso como el hábito de las costumbres judías. Ningún vecino de la aljama volvió a atreverse a contar estrellas en el cielo ni a matar animales a la manera ritual a la luz del día. Sin embargo, nadie ignoraba que en secreto se ayunaba, se oraba y se preparaban las casas para el Sabbath con las candelas. Como medida de precaución, en nuestro hogar mi madre preparaba una cena de carne para festejarlo y otra de pescado, por si algún intruso llamaba a la puerta de manera repentina. Los festejos que tanto solían unir a la familia y a la comunidad acabaron por acortarse, así como las oraciones, en las que la única palabra que aún figuraba en hebreo era Adonai, el nombre del Creador de todas las cosas. Esa lastimosa situación hizo que el Purim se convirtiera en nuestra fiesta más entrañable, pues conmemoraba la salvación de los judíos persas gracias a la reina Esther, quien había ocultado su identidad judía y sólo la reveló en el momento indispensable para salvar a su pueblo de la persecución. El Libro de Esther era nuestra esperanza: se veía como un manual para nuestra supervivencia, en donde se nos enseñaba incluso cómo negociar con los reyes.
Unos compadecidos y otros con un inexplicable gesto de rencor, nuestros amigos acabaron por darnos la espalda. Arrodillado frente al castaño, mi padre pasaba las horas muertas en el huerto, amasando un puñado de tierra que miraba y olía una y otra vez, moviendo continuamente la cabeza de derecha a izquierda. Mi madre, con los ojos humedecidos, me arropaba en su regazo, pensativa, mientras lo miraba de reojo desde la ventana de la cocina. Estaba desconocido. Faltaban sólo unos días para mi Bar Mitzvá, que al cumplir los trece años me incorporaría de forma oficial a la comunidad, y en lugar de adiestrarme, rumiaba palabras incomprensibles, mientras negaba y negaba algo con la cabeza, golpeando con la minora todo lo que encontraba a su paso. Aquel candelabro de siete brazos parecía quitarle el sueño: unas veces lo escondía tras los mismos adobes donde guardaba sus ahorros, otras lo volvía a sacar y se lo arrimaba a la sien para colocarlo después, meditabundo, en el centro de la mesa de roble. Los hermanos Luis y Antonio Coronel, unos amigos míos que vivían en la casa colindante, me refirieron el estado de ansiedad en que también se hallaban sus progenitores: su padre acababa de hacer arder su espléndida biblioteca acumulada por generaciones de estudiosos. Ante el gesto de incredulidad de sus hijos, tan sólo les explicó:
— Mejor que ardan estos volúmenes, que no vuestro padre.
De poco había servido la ardua decisión de bautizarnos todos y soportar la vigilancia del clero segoviano, en lugar de padecer las penas del destierro. Al menos, a diferencia de otras familias menos agraciadas, contamos con la preciosa protección del obispo don Diego de Ribera, quien se había compadecido de nuestras desgracias. Mi padre había logrado curarlo de una grave enfermedad por la que otros físicos lo daban ya por desahuciado y, en recompensa, este obispo gordito y bonachón, se preocupó personalmente de evitar todo tipo de agravio para los nuestros. Don Diego fue en verdad nuestro padre protector, nuestro ángel de la guarda, como él mismo solía decir. Fue bajo su amparo y siguiendo su consejo como mis hermanos Melchor y Gaspar protegieron su bienestar por medio de la carrera eclesiástica. Aun así, mis padres, escarmentados con otros casos de traidores y soplones, acogieron su ayuda con prudencia y sin mucha confianza.
Pero pasemos ya adelante y digamos cómo un día en que me entretenía mirando por el ventanal el ajetreo de las gentes que iban y venían con miradas de complicidad o desafío, entendí a mi padre gritar:
— ¡Andrés! Me volví a buscar con la mirada quién había entrado, pero sólo hallé el
gesto anonadado de mi madre.
— ¡Andrés! ¡Ven aquí ahora mismo! Repitió mi padre decidido a proteger a su
familia a cualquier precio. Registré mis espaldas para ver a quién dirigía su mandato, pero o había un fantasma en la estancia o había perdido el juicio de tanto jugar con la arena del huerto junto al castaño. Fue así como se me acercó, puso su manaza sobre mi hombro y me explicó:
— A partir de este momento eres Andrés Santamaría. Como era común en aquellos días, mi madre rompió en lágrimas desgañitándose entre tirones de pelos. Abalanzándose, lo apartó de mí y me sentó entre sus piernas, acelerando así mi estado de profunda confusión.
— ¡No! No me parece buena idea, Itshak, le replicó entre gemidos mientras se limpiaba la nariz con un pañuelo rojo.
— ¿No puedes encontrar algo menos manido? Ya hay tres familias en el barrio que han escogido ese apellido, que acabará por denunciarnos en lugar de exculparnos. Piensa en cualquier otra voz castellana que no sea tan sospechosa. No sé, Naranjo, Calle, Mesa, Laguna...
Y así fue como me nombró el sacerdote, entre latines, el día de los famosos bautismos en masa en el atrio de la catedral: Andrés Laguna. A mis padres no les ofendió el que no se celebrara el sacramento en el interior del templo, pues nada podía ya herir su susceptibilidad. Como nos fuéramos acercando a la pila, sentí el corazón de mamá latir de tal prisa, apuñalado por las miradas desconfiadas que nos seguirían misa tras misa por muchos años, que discurrí que iba a caer desmayada en cualquier instante. Jamás se me volvió a llamar Jacob hasta el momento en que mis conocimientos médicos dejaron de frenar el desgaste y la locura de mi sufrido padre. Aún no he sido capaz de perdonarme el empacho que sentí cuando delante de la reducida concurrencia, balbuceó con su último aliento ese “Jacob, Adonais esté contigo,” que pudo haber arruinado una carrera que empezaba a ser prometedora. Esas fueron las mismas palabras con que me bendijo el día en que por fin se celebró mi Bar Mitzvá, compartiendo la lectura del Pentateuco y de los Profetas, como había ordenado siglos había Ezra el Escriba. Agazapado en el sótano, un viejo rabino asustado me colocó las filacterias con versículos de la Torá en la frente y el brazo izquierdo, y me hizo recitar unos párrafos en hebreo. A pesar de mi corta edad, ya por aquel entonces tenía un buen dominio de la lengua, y recité con un tono decidido. Mi padre no mencionó una palabra y permaneció allí con una mirada desconcertada, colocándose obsesivamente el manto ritual que se había echado a la espalda. Después de esperar tantos años aquel día mágico, brindamos por la vida, “¡Le-jaim!” y comimos sin ganas y a toda prisa las pastas que había preparado la mujer del rabino.
Unos años después del bautizo, volví a buscar en mi padre la explicación de un agravio que habíamos recibido mi amigo Antonio Pérez y yo en saliendo del colegio. Al pasar a nuestro costado, dos muchachos que nunca antes habíamos visto nos gritaron airados y soberbios: “¡apóstatas!” Al llegar a casa, solicité a mi abí que me revelara el significado de tan extraña voz. Con gesto sobrio, achicó los ojos mirando a la pared y procedió a distinguir entre las tres maneras de pecados contra la fe: “el de herejía”, me explicó, “que cometen aquellos cristianos que se apartan de la fe católica, como los luteranos y calvinistas; el de infidelidad, que cometen los que no habían sido bautizados, como los turcos o berberiscos; y el de apostasía, del que son culpables los bautizados que se apartan de su nueva fe, como los judaizantes y los moriscos”. Sin notar que en poco estaba aclarando mis dudas, continuó su perorata: “Dentro de la apostasía, la Iglesia distingue entre aquéllos que la cometen en lo exterior, como los desafiantes moriscos, que la pregonan en público, o los temerosos renegados, que se circuncidan a escondidas; los que apostatan en lo interior, sin que pueda verse marca alguna en su cuerpo ni ningún otro testimonio de ello; y los que...” El tercer tipo de apostasía que enumeró no se me acuerda, en parte porque en mi cabeza todavía estaba intentando comprender los dos primeros. Mas, como se me había enseñado de pequeño, continué cuestionando el agravio que acababa de recibir porque quería comprender. Entonces mi padre se puso muy serio y, en voz baja y al oído, dedujo que aquellos chicos debían de haber tenido noticia de que éramos conversos y sus padres debían de sospechar a escondidas que seguimos judaizando.
— Y ¿es verdad que judaízas, padre?, inquirí. Su semblante, entonces, se relajó y me mandó a jugar con la peonza al patio interior. Por aquellas infaustas fechas se acusó también a unos vecinos nuestros de haber robado una hostia consagrada de la iglesia de San Esteban, la cual se disponían a quemar en la sinagoga mayor, que se encontraba a un tiro de ballesta de nuestro antiguo casón. Comentaban las habladurías que, momentos antes de que pudieran cometer el sacrilegio, el sagrado cuerpo de Cristo había escapado de entre sus manos y, aterrorizados, vieron cómo atravesaba las paredes de la sinagoga desquebrajándolas. Yo mismo vi la brecha desde el techo hasta el suelo que decían había franqueado en la pared. Y estos vecinos pertenecían a la misma familia que, una generación antes, habían sido condenados por despeñar a una niña cristiana que, al parecer, habían raptado e intentado obligar a que renegara de su fe. La niña andaba temerosa de que fueran a acabar con su vida para usar su sangre en una de sus perversas ceremonias religiosas, pero vio sorprendida cómo, sin más, la empujaban peñas abajo por el precipicio ante su obstinada negativa a abandonar la verdadera fe. Con ojos enlagrimados y consumida por una angustia que le cortaba la respiración, aseguraba que Simón y su hermano hubiesen dado fin de ella de no haber sido por la gloriosa intervención de dos ángeles de dorados bucles, que la habían bajado en volandas hasta el chorro de agua de manantial donde la habían encontrado amedrentada dos soldados de la Guardia Real.
Entre tanto, me partía el corazón ver sufrir así a mi padre, que cada día temía más por nuestras vidas, así que una mañana, sin poderlo resistir más, lo miré fijamente a los ojos y le pregunté tan sólo:
— “¿Por qué?” No hubo menester de más palabras. Cuando lo vi torcer la mirada
hacia el suelo y quedarse en silencio un rato, tuve la extraña sensación de que llevaba años esperando aquella pregunta y meditando su respuesta:
— Constantino, respondió.
Sentado en su mecedora junto al hogar, trató de calmar mi expresión de extrañeza informándome con el mismo tono de voz con que, en momentos más felices, nos narraba cuentos a los Coronel y a mí. Mucho de lo que relató no me era nuevo, y él lo sabía, pero sí me sabía aderezado con otras especias. Y arrancóse a hablarme de un inhóspito lugar llamado Judea, que no era, al parecer, sino una yerma tierra en los confines del Imperio romano:
— En las dos primeras centurias de la era cristiana, me aseguraba mi padre, habían aparecido por allá numerosos hombres con poderes que decían ser el Mesías y que trataban de procurarse seguidores con sus milagros, que en aquella época no eran algo tan extraordinario como ahora. De entre aquellos rabinos milagreros surgió uno que hacíase llamar el Cristo y que tuvo la virtud de aparecer en el lugar y el tiempo más propicios. Cuando fue a parar a manos de un gobernador romano, Poncio Pilatos, éste se desentendió de él, y accedió a la petición popular de... y, de pronto, mi padre levantó la voz de manera inusitada, ¡condenarlo al ritual romano de la crucifixión!
De rodillas frente a mí, insistió presionándome las sienes entre sus manos aguerridas:
— Escucha bien mis palabras, hijo, la crucifixión no formaba parte de los fueros judíos sino de los romanos. Al ver su cara desencajada, comencé a arrepentirme de haber formulado mi pregunta. Décadas después de su muerte, continuó, un hombre que se decía Pablo y que no había llegado a conocer a este nuevo mesías, comenzó a propagar sus ideas de manera infatigable a lo largo y ancho del Imperio romano.
— Se apartó, entonces, de la tradición judía, que no era agresiva a la hora de conseguir nuevos fieles, ¿no es cierto?, pregunté.
— Así es, me respondió complacido. Y Pablo llegó a convertir a numerosos soldados imperiales entre los que reinaba un profundo estado de confusión, pues veneraban al crucificado al mismo tiempo que adoraban a Júpiter, el dios guardián del espíritu de su Emperador.
— ¿Y así llegó el cristianismo a su punto álgido? le pregunté.
— No hijo. Si bien la voz se fue propagando, pasaron tres siglos en que su recuerdo estuvo a punto de borrarse. Pero un día el eco de las prédicas de Pablo llegó hasta la corte de un poderoso emperador llamado Constantino, que acababa de eliminar a los que lo hacían sombra en el poder. Y se dice que en medio de una de sus campañas en la que estaba a punto de ser derrotado, contempló una luz cegadora en los cielos en la que se dibujaba un aspa con una pequeña P encima y oyó una voz que le dictaba: Conquistarás bajo este signo.
— Entonces, comenté, si otro emperador se hubiese sentido atraído por el credo judío en lugar del heredero, nuestra historia habría sido muy distinta.
— En efecto, comentó melancólico. Y en mi bienamada biblioteca que habías de heredar un día y que, siguiendo el consejo de Coronel, acabo de hacer pasto de las llamas, podrías haber averiguado que este emperador, prócer del cristianismo, no se hizo bautizar hasta momentos antes de su muerte y, no sólo siguió adorando a Júpiter, a Apolo y a las otras divinidades romanas, sino que su vida tampoco siguió en nada las sabios consejos de Cristo: feneció a su hijo por adúltero y ordenó que ahogaran a su esposa, por lo que su propia madre le demandó que construyese templos cristianos para redimirse de sus horribles pecados. Así hizo de la antigua Bizancio una nueva Roma que bautizó con el nombre de Constantinopla.
Luego, mi padre agarró con fuerza la minora y, cuando se disponía a dejar la sala volvió a mi vera para interrumpir mi comentario “pero, abí, la apostasía es castigada...”
— Andrés, el mundo universo ha menester de visiones disparejas. Nunca permitas que el cristianismo ni ninguna otra fe dé fin a nuestra cultura y nuestras tradiciones. Es lo único que nos queda. Lo llevamos escrito en el corazón y en el Libro. Y esta vez sí que se fue, permitiendo que el aire volviese entrar a mis pulmones. Como en las otras casas, el miedo entró en la nuestra para dominarlo todo. A mi padre no le quedó un cabello que arrancarse de las cejas y pestañas, lo que trajo alguna que otra mofa en el vecindario. ¡Maldita sea mi suerte!, maldecía. Para mayor desgracia, perdió el apetito y, si de suyo ya era flaco, acabó tan esquelético que era cosa de espanto.
Mi madre no daba con la manera de calmarlo y lo único que conseguían sus lamentos era empeorar las cosas. A veces le acercaba el laúd para que se distrajera y pensara en otras cosas. Siempre había tenido un oído prodigioso para los acordes: si estaba de buenas era el alma de las reuniones familiares; en cambio, cuando algo le quitaba el sueño, el mero silbido de una nana o de uno de los aires milenarios que conocía podía partirle el corazón a los más alegres bufones de la Corte. Aquellos silbidos de dolor hacían derretirse a las candelas, hasta que un día mi madre llegó a sugerirle el abandono de aquella tierra maldita, porque, piensa en tus hijos, se nos estaban dando buena acogida en Navarra y en Lisboa, y hasta los turcos nos apreciaban más que estos condenados fanáticos. Acto seguido, la puerta de su dormitorio quedó cerrada por lo que su discusión no llegó a nuestros intrigados oídos. Lo cierto es que nunca más se habló de eso en casa. En cambio, mi padre decidió tomar cartas en el asunto para evitar de una vez por todas que ningún género de sospecha hiciera sombra sobre nuestro nombre. Así, hubo un momento en que mis hermanos y yo ya no podíamos comer un sólo chorizo más, ni una morcilla de arroz, ni un jamón curado, ni más orejas y morros de puerco.
De igual modo, le dio por que dedicásemos los sábados a pasear no sé cuantas veces la Calle Real de arriba a abajo con las peores ropas que encontrábamos en el desván. A mis hermanos y a mí nos sacaba los colores andar con esas trazas en un día tan señalado. Más tarde, tuvo noticia de que en Burgos, un tal Sánchez del Pulgar, había dado fin de su fortuna y estaba decidido a vender su título nobiliario. El malgaste de sus ahorros en la compra de ese documento no sirvió sino para atraer más burlas al descubrirse que el tal marqués no era marqués y que, con la complacencia de los alguaciles locales, se dedicaba a vaciar las arcas de los advenedizos cristianos nuevos que trataban de comprar el respeto ajeno. Testarudo como era, consiguió hacerse por fin con el deseado título. Por fortuna, no nos enteramos hasta después de su fallecimiento de que aquél también era falso. Los pocos maravedíes que le quedaron tras sus aventuras con la nobleza, los empleó en puntuales donaciones y diezmos que entregaba al obispado para la construcción de una enorme catedral en donde ahora estaba la parte antigua de nuestra judería. Decían que la iba a construir Juan Gil de Hontanón, el mismo masón que trabajaba en la de Salamanca. En reconocimiento a la generosidad de mi padre, años después se me permitió visitar la biblioteca catedralicia que había fundado el converso don Juan Arias Dávila, en donde me perdí absorto por tamaña cantidad de volúmenes y por la belleza del Sinodal de Segovia, el primer libro impreso en este reino, repleto de polvo y archivado en el olvido tras el sínodo celebrado en Aguilafuente. Me sorprendió, también, ver en tan sagrado lugar una copia de la traducción del Alcorán del árabe al castellano, publicada en 1456 por un erudito mudéjar llamado Yça ibn Jabir, alfaqui de Segovia.
Las miradas de rencor y los escupitajos que los feligreses dirigían a nuestros pies a la entrada de la iglesia de San Miguel, nunca frenaron el impulso irrefrenable de mi padre de ir cada día a misa y dos veces, mañana y tarde, en las fiestas de guardar. De primero, nos aterraba entrar en esos enormes templos llenos de figuras ensangrentadas y dolientes, con desnudos atravesados por flechas, mujeres que llevaban sus propios ojos en una bandeja, desnudos crucificados, boca arriba, boca abajo, en aspa. Yo sentía que todos los ojos de los óleos me miraban a mí. Observaba los pequeños cuadros que representaban el via crucis y me veía retratado en aquellos salvajes hechos parvas de odio que denostaban y abofeteaban a Nuestro Señor, camino del calvario. Según nuestro maestro, los judíos eran los responsables de la crucifixión de Cristo Jesús, y no los romanos como me tenía dicho papá en la época en que yo seguía pensando en Jesús como un judío extravagante. Me negaba a mirar directamente un cuadro que tenía en su centro una imagen de Dios. Las enseñanzas que hasta entonces había rescibido me prevenían contra el peligro de idolatría que suponía adorar imágenes. De hecho, me costó años acostumbrarme a mirar sin miedo al Pantocrator. Íbamos a las primeras horas de la mañana y nos sentábamos en lo más lóbrego del último banco. “Sursum corda,” pronunciaba el sacerdote con voz de ultratumba, y ya empezaban a temblarme las rodillas. Apenas levantábamos la mirada desde que salíamos de casa con las mejores prendas, hasta que nos tornábamos aliviados.
Mas la actitud de mi padre se transformó al tornarse del Camino de Santiago y de su peregrinación a Roma. Sus eternos sueños de rezar un día en el muro de las lamentaciones, el Kotel Hamaraví, habían tomado nuevos y más cercanos derroteros. Le impresionó tanto la solidaridad con que lo acogieron en los momentos más delirantes de su nueva faceta de caminante desdichado y confundido, que se prometió repetir la experiencia, bien que no tuviese ni para comer. Varias veces lo socorrieron al borde de la inanición y del congelamiento, para proporcionarle ánimos, abrigo y alimentos, junto con los otros peregrinos que debían de reunir todas las hablas de la Tierra. Regresó con mucha menos carne y con unas ojeras que compensaba con el entusiasmo con que compartía con nosotros relatos fantásticos de paredes de iglesia construidas con cráneos humanos, y de las catacumbas donde los primeros cristianos tuvieron que refugiarse como si hubiesen sido judíos. Mi pobre madre vació la despensa por que recuperase las carnes, pero ya sólo vivía para contar sus recuerdos de cadáveres incorruptos y recuerdos de las reliquias más insospechadas, que pronto habría de presenciar con mis propios ojos. Fue entonces cuando papá cambió de parecer y decidió concurrir a la hora de mayor afluencia de fieles. Llegábamos siempre los primeros para sentarnos en las primeras filas, donde esperábamos una hora eterna arrodillados y con la nariz entre las palmas. Era tal el silencio de mis padres que nunca me atreví a preguntarles qué cosa era lo que les parecía que olía tan mal. Luego, exhibían orgullosos las marcas en mis rodillas a las pocas personas que con el paso del tiempo se dignaban a saludarnos sin miedo a represalias. Yo prefería sentarme atrás, en los últimos bancos, como habíamos hecho hasta entonces, pues las terribles descripciones del infierno con que el sacerdote nos amenazaba desde el púlpito me dejaban aterrorizado y lleno de remordimientos. Las pesadillas sobre las llamas y demonios se multiplicaron a partir de entonces. La culpabilidad que sentí ante la idea del pecado original fue algo completamente nuevo para mí, que antes de esos sermones nunca se me había pasado por la imaginación.
Han pasado muchos años desde aquellas andanzas. Hoy judaízo sin miedo a las llamas. Una mañana de abril decidí que mejor era dormir con la conciencia tranquila, pasear con la cabeza bien alta y poder mirarme sin asco al espejo, que vivir la vida que otros habían planeado para mí.
CAROLINA SIEMBRA ARROZ
Siu Lah siempre había querido mudarse a California para volver a estar con sus paisanos y, de paso, huir del frío. Por la época en que vivían en Denver, convenció un día a su esposo Alfredo y compraron un coche muy viejo para ir a Los Ángeles de visita. Tan largo fue el dichoso viaje que a la vuelta el coche ya no servía. A su llegada, lo primero que hizo Siu Lah fue visitar a Carolina, una amiga de la infancia que además había sido su vecina en China. Le hizo mucha ilusión reencontrarse con su gente, así que al final convenció a su marido y se acabaron mudando a Alhambra, a las afueras de Los Ángeles. No muy lejos de Alhambra, en el barrio chino de Los Ángeles, vivía Carolina sola. Sus hijos, que estaban desparramados por todo Estados Unidos, no le dejaban vender la casa, así que allí que se había quedado. Tenía una hija muy buena, pero de poco le servía porque se le había ido a San Francisco después de casarse con un vago que ni estudiaba ni trabajaba con la excusa de que estaba escribiendo una historia de China.
Carolina nunca llegó a aprender inglés y encima se le había olvidado el español, el idioma que usaba en Cuba para vender huevos, así que ahora sólo se podía comunicar en cantonés. Cuando salió de la isla, como sabía que iba a poder volver, le prestó su casa a Siu Lah, a la que consideraba su mejor amiga. Eternamente agradecida, desde el primer día en que llegó a California, Siu Lah le había llamado por teléfono todas las mañanas para hablar con ella, por si necesitaba algo. Intentaba animarla a todas horas, porque la pobre andaba muy deprimida:
— Está escrito que debemos estar juntas, Siu Lah. Por eso, somos tan amigas. No sé qué habría sido de mí si no nos hubiéramos vuelto a reunir, como en La Habana. Eso sí, yo me tengo que morir primero.
— Pero, ¿por qué estás siempre pensando en esas cosas tan feas, Carolina? Me ponen triste.
— La verdad, hermanita, es que si tú no estás a mi lado, ya no me merece la pena seguir viviendo. Me abruma vivir entre tanta soledad.
Aunque Carolina se había quedado un poco calva, aún tenía muy buena salud. El problema era que cada día estaba más senil y a veces se ponía a levantar la formica del suelo. Creía que seguía cultivando arroz. Se remangaba muy seria los pantalones negros, se quitaba los calcetines blancos y se agachaba como si estuviera sembrando en el cuarto de estar.
— Cuidado, hermanita, que te vas a calar los pies en los arrozales, le decía a Siu Lah cada vez que llegaba de visita.
En China Carolina se había casado con un hombre decente y trabajador que le mandaba buenas remesas desde Cuba. Con ellas, después de muchos años, había logrado comprar tierras en Sin Chen. Todo parecía ir bien hasta que la llegada de los comunistas le hizo despertar del sueño: después de quitarle sus tierras, la humillaron públicamente. Tuvo que escuchar, de rodillas y con el niño a la espalda, una cascada de insultos en la que también participaron sus tías y sus primas, quienes de repente la despreciaron por haber sido dueña de tierras.
— Vergüenza tenía que darte, explotadora, capitalista, le gritaban.
Mao le había quitado lo que era legítimamente suyo y, por si fuera poco, le había exigido una autocrítica. Por fortuna, unos años más tarde consiguió escapar en un barco que, desde Macao, la llevó hasta la isla de Cuba. Allí se reunió por fin con su marido y volvieron a empezar de cero. Tras años de lucha, consiguieron volver a comprar excelentes terrenos de cultivo. Era la primavera de 1958 y supo que ya no había que mirar atrás. Ya nadie les podría robar las tierras ganadas con el sudor de su frente.
JAPONÉS O NO JAPONÉS
Regresé a casa por un atajo. Por allí no me verían los japoneses. Me duele el estómago sólo de recordar los maltratos y violaciones que vi con mis propios ojos. Se cebaban con las mujeres y niñas de todas las edades. Lo que más grabado tengo fue el día en que le arrancaron la criatura de los brazos a mi vecina y, antes de violarla en público, le gritaron en un cantonés masticado:
— ¡Sabemos bien que ése no es tu hijo, así que no finjas! ¡Tú ya no eres señorita!
Desalmados. Asesinos. Pasaron décadas hasta que logré volverle a mirar a un japonés a la cara sin odio. Cada vez que en el pueblo nos enterábamos de que se acercaban, huíamos todos al monte y nos escondíamos en una zanja. Eran días y noches de frío, hambre y angustia. No hacía mucho que mi tía y mi prima habían muerto de hambre. Bueno, en realidad, eran sólo unas vecinas, pero allí, si teníamos el mismo apellido y vivíamos en el mismo pueblo, nos llamábamos todos tíos y primos; si no, se consideraba de mala educación. Cada mañana, cuando iba a trabajar, veía fosas comunes al lado de la carretera. Llegaban a ellas con camiones de unos veinte muertos cada uno. Muertos que estaban en los huesos. Lo veía a diario.
Me pregunto qué correría por la cabeza de aquel soldado nipón que me agarró de la mejilla lentamente y, sorprendido, examinó mi rostro occidental. Tuve la suerte de que aquello quedara en mera curiosidad. Mi madrastra me había ordenado que abriera la puerta para que no la rompieran los japoneses y yo, aterrorizada, obedecí. Reconozco que a pesar del asco que les tenía, no podía dejar de sentir inmensa simpatía por aquel japonés que, después de haberse quedado atónito observando mis ojos de europea, había tumbado la puerta de la cocina de una patada y golpeando salvajemente a Yu Mui, mi madrastra, por no haberlo saludado, le gritó:
— Sírveme toda la comida que haya en la casa, zorra.
Creo que si en ese momento me hubiera pedido la mano en matrimonio, tendría que haberle dicho que sí. Japonés o no japonés.
DÍA DE AÑO NUEVO
Ya no podía más. Parecía que el tiempo no pasaba. Sembrar arroz, silencio, cocinar, silencio, limpiar la casa, silencio, ir a buscar agua, silencio. ¿Cuándo se iba a dignar su padre a volver? ¿Le traería leche condensada, como habría prometido? Nunca llegó a entender por qué se le había ocurrido llevarla a ese pueblucho de mala muerte a vivir con una desalmada que la odiaba con toda sus ganas.
— Voy a acabar contigo antes de que tu padre vuelva para llevarte a Cuba, le había asegurado varias veces.
La cama de Siu Lah consistía de dos tablas de madera con una estera de bambú encima. Su almohada no era de cerámica como la de los ricos, sino de madera también. Por las noches, mirando al mosquitero, soñaba con la llegada del Día de Año Nuevo, el único del año en que tenía permiso para no ir a cultivar arroz. Podía ponerse pantuflas, en vez de ir descalza. No tendría que beber el agua sucia de los arrozales. Ese día sólo se esperaba que cocinara para la madrastra y para su hijo, quien se divertía dándole cuchilladas en las piernas. Quejarse era inútil, pues la madre le restaba importancia:
— Son cosas de niños. Travesuras inocentes. Límpiate esos mocos, deja de lloriquear y sigue limpiando.
Después de tan larga espera, llegó por fin la fecha señalada con esmero en el calendario. Como mandaba la costumbre, Siu Lah tiró un cubo de agua por la puerta. Como mandaba la costumbre, se puso pantuflas para no pincharse los pies el resto del año cuando anduviera descalza por la montaña. Y, como también estaba mandado, cocinaría en silencio, sí, pero esta vez con nuevos ingredientes. Ya no podía más.
LA ENJAULADA
Camino hacia el arrozal, contemplando los cayos en mis pies desnudos cuando, de repente, oigo lamentos. A medida que avanzo por el camino de piedras y polvo, el aullido se hace más tenue y profundo a la vez. Al doblar por una curva arropada de altos setos, no quiero creer lo que ven mis ojos: en una jaula de las que se usan para transportar cerdos, veo la fuente de los desdichados lamentos. Una mujer que no llegará a los veinte años, arrodillada y con el agua al cuello, implora misericordia. Sus manos entumecidas se aferran a los barrotes de bambú como temiendo hundirse más en la charca en donde la han sumergido. Tiembla de frío o de miedo, no sé. Me he quedado muda y me siento de lo más estúpida, mirando allí sin saber qué decirle.
— Pero… ¿por qué te han hecho esto? Me atrevo por fin a preguntarle.
— No. Es lo único que obtengo por respuesta. Cubierta de lágrimas, deja caer la
cabeza por un momento, pero la tiene que levantar de nuevo al notar que su nariz queda sumergida.
— ¿Tan grave es la falta para que se te castigue de este modo? Vuelvo a
preguntar.
Después de un eterno momento, una voz casi imperceptible, cortada por el hipo, me explica que su marido la ha acusado de adúltera después de haber sido repetidamente violada por el vecino.
Yo ya había oído que antiguamente se enterraba a los hombres dejándoles sólo la cabeza afuera como castigo por robar. Sabía, también, que antes a las mujeres infieles o que se casaban sin ser señoritas las encerraban en una jaula de caña y las metían en el agua como castigo. Pero yo pensaba que eso era cosa del pasado. No. Allí estaba la pobrecita, pidiendo merced. El único consuelo que pude darle fue el de sentarme a la orilla a llorar con ella, sin atreverme a confesarle la medida en que podía identificarme con sus sentimientos. Juntas, en silencio, lloramos un río de indignación, dándonos la mano, lamentándonos por haber nacido mujeres. Me despedí sin palabras y corrí como loca sin volver la vista atrás, mitad por miedo a llegar tarde al trabajo, mitad por no tenerme que imaginar a mí misma condenada a semejante suplicio. Por fin, las largas horas de trabajo, empapada de barro, me ayudaron a dejar de pensar en esa desgraciada. Las pocas cucharadas de arroz que me cedieron mis compañeras de trabajo y las terribles historias (de niños a los que se emparedaba en mausoleos de ricos, encerrados con agua, comida y sándalo, para venerar a un muerto al que inevitablemente acompañarían cuando se acabaran las provisiones) que allí se contaron ese día, me separaron de mi pelea constante con la idea del suicidio.
LA EXTRANJERITA
— Te mataré antes de que llegue tu padre, para que no le puedas contar nada, le dijo su madrastra, Yu Mui. Pero, en vez de acabar con su vida, buscó otros remedios más prudentes. Una vieja le acababa de ofrecer una nada despreciable cantidad para que diera la mano de Siu Lah en matrimonio a un hombre adinerado y ya mayor.
— Te gustará, Siu Lah. Ese hombre tiene una casa enorme y un jardín llenito de árboles frutales.
— Si tan buen partido es, ¿por qué no te casas tú con él? Reaccionó en lo que era la primera vez que se atrevía a darle una mala contestación a su madrastra. Sin demorar un segundo, Yu Mui le dio un golpe en la cabeza que le dejaría cicatriz de por vida. A pesar de haberle dado patadas salvajes en las piernas e incluso haberla quemado con los hierros candentes de la cocina, ninguna lesión fue tan grave como aquélla. Esa vez sí estuvo a punto de matarla de verdad. Desde entonces, también se le pasó por la cabeza a Siu Lah la idea de matar a esa bruja. Nunca antes le había deseado la muerte a nadie.
En otra ocasión se la quiso vender a una anciana que ya se había llevado otras cuatro niñas de Sin Chen. Las familias pobres, acosadas por el hambre, las vendían para que se casaran con hombres mayores. En esa parte de China, cuando la esposa no le daba un hijo pronto a un hombre, éste la devolvía a su familia y se buscaba otra más joven. Se creía que estas desdichadas niñas o jovencitas rejuvenecían y devolvían la potencia sexual a los viejos, quienes las querían bien como esposas o como esclavas sexuales. Una noche, la viejita se acercó a la casa de Yu Mui y tocó la puerta de manera sigilosa para que no le oyera nadie. Yu Mui se puso muy contenta al verla. Siu Lah, en cambio, nunca entendió por qué quería deshacerse de ella, cuando, en realidad, apenas comía y encima trabajaba tanto que tenía la espalda deformada de llevar peso. Quizá le tenía miedo al regreso del marido ausente.
—Vas a ir a vivir a un hermoso lugar y serás muy feliz, le aseguraba la muy falsa. Se lo puso todo tan bonito que, en un principio, Siu Lah accedió. Ya no podía soportar un día más de maltratos y silencio. Y, como tampoco tenía a nadie que la quisiera, no había mucho que perder. Pero un poco más tarde, se lo volvió a pensar. La verdad es que no se fiaba de la viejita. Además, se acordó de aquel viejo rico y repulsivo que se cambiaba de ropa varias veces al día y que tenía doce mujeres, la más joven de catorce años. Con ella era con quien iba a todos los sitios. En eso andaba pensando cuando entró con mucho escándalo la guardia local y expulsó a la vieja de Sin Chen sin mediar palabra. Parece ser que la gente del pueblo se había enterado de sus intenciones de llevarse más niñas y ya no aguantaron más. Una vecina y una prima de Siu Lah habían convencido a todos de que había que hacer algo para evitar que se la llevara. Todos salieron en su defensa aquel día. Sólo así se dio cuenta de que, en el fondo, en ese pueblo tanto no se odiaba a los fantasmas o gweilos, como llamaban a los extranjeros blancos.
AYMARAS EN EL AEROPUERTO
En el estacionamiento del aeropuerto había allí tres ancianos aymaras, un hombre y dos mujeres, desesperados porque no podían comunicarse con nadie. Tras unos minutos de observarlos, me di cuenta de que lo que pasaba era que no había llegado un hijo suyo, quien debía haber ido a recibirlos. Si bien una de las señoras no paraba de llorar, el hombre se lo tomaba más a la ligera e incluso se reía de vez en cuando con un par de policías y dos taxistas que intentaban ayudarles, pero que a la vez se reían en su cara de ellos. Sobre todo uno de los policías y uno de los taxistas. Se oían las carcajadas en medio aeropuerto y aquello me parecía totalmente ofensivo, intolerable, especialmente considerando que la señora estaba llorando. Al final, llegó alguien que hablaba aymara y por fin pudieron comunicarse.
Yo veía las caras a los policías y a los taxistas, todos ellos con rasgos indígenas también, quizás de mestizos. El día anterior había visitado las islas flotantes de los uros, unos indígenas que llevan en Perú más tiempo que los propios aymaras y los incas y que han tenido que acabar muchos de ellos viviendo en islas artificiales en el lago, primero por miedo a las invasiones aymaras, luego a las quechuas y al final, por miedo a las enfermedades y abusos de los españoles. Incluso hoy en día, me dijo la guía, cuando tratan de vivir en Puno, se les trata mal en los hospitales, se ríen de su piel oscura y les pagan diez soles por trabajar como esclavos todo el día en la construcción. Cuál no fue mi sorpresa cuando, al pasar los tres ancianos junto a mí, casi rozándome, me pareció que me clavaban una mirada de un odio ancestral, de un rencor casi eterno.
EL JUICIO
El juicio debía comenzar a las nueve y media, pero James Dworkin, el abogado defensor de Memo Gaona, no acababa de llegar. Un policía se sacudía las migajas del penúltimo dónut que llevaba en los pantalones medio caídos, mientras bromeaba con Beto Salazar sobre su inminente deportación:
— Ya dio la Migra contigo, amigo —se ufanaba de su denuncia—, pero no te preocupes, ya estarás de vuelta en un par de meses. No dejarás de visitarme, ¿no? Beto asentía mirando a esa doble papada sudorosa, con cara de no comprender una palabra de lo que el otro mascullaba.
— Tuve que balacear a Memo para que dejara de romperme la madre con el palo, pero ya no hay rencor. Volvimos a ser cuates, me comentó. Semanas antes, Salazar se había olvidado imprudentemente de su condición de indocumentado y, de un salto, se había interpuesto entre dos hombres que andaban disputándose a una mujer.
— Me robaste a mi vieja, cabrón—lloraba rabioso Bernardino.
— No seas menso, güey. Es demasiada hembra para ti, le espetaba Memo impertérrito.
Salazar había tomado partido por el marido celoso y acabó recibiendo tantos palos que tuvieron que darle diez puntos en la cabeza y atender toda la noche sus heridas en brazos y pecho. Ahora, mientras contemplaba en el juicio anterior al suyo los resultados del martillazo que una señora con cara de pocos amigos había propinado a la sufrida frente de su marido, temía lo peor,
Beto y Memo se miraban de reojo: tímido el primero, altivo el segundo. Memo se movía incómodo en el juzgado, helándose de frío con el exageradísimo aire acondicionado con el que los sureños tratan de olvidarse del aplastante calor del verano. Puta madre, sus pies se veían bien ridículos a la sombra de los de ese negro que a su lado parecía un gigante de otros mundos. Este último, que lucía el mismo mono naranja, pero desabrochado hasta el ombligo, se intentaba comunicar por gestos con alguien que debía de andar sentado entre la audiencia. Acabado el mensaje, se restregó los ojos secos y, mirando el grillete de la cintura y las esposas, se sumió, ayudado por el ruidoso ventilador del techo, en una profunda meditación que pareció aliviarlo. Los pies inmóviles de esos dos reclusos contrastaban con la inquietud de ardilla de los de otro mexicano, o quizás salvadoreño, que parecía querer escapar de no se sabía dónde. Mientras tanto, Salazar soportaba estoicamente las palmaditas de aquel policía aficionado a sus propios chistes, que le llamaba “my compadre” y que ahora se reclinaba con fruición en su silla. Su último comentario, por cierto, no había sido del gusto de Melissa Wendel, la abogada defensora de Salazar, que se alegraba de que su cliente no supiera inglés, mientras examinaba el cuello más rojo de ese sur del que con tanta insistencia quería fugarse su marido.
Memo y Beto volvieron a mirarse: ya todo me vale madre, pensó el uno; pues ni modo, le leyó los pensamientos el otro. Ahora me correrá la pinche Migra y Ana María se enterará de que me andaba picando a la vieja de Benedictino, se dijo Memo. Y sus hermanos me correrán a balazos, como tú, Beto, pero con más puntería. ¡Qué mala onda, compadre!
Ahogando un bostezo producto del cansancio de haberse pasado la noche retozando con la última cliente, el abogado James Dworkin echó un vistazo a la audiencia y comprobó, malherido, que allí estaba la rubia, una antigua cliente que con la que no había podido acostarse y mira que lo intentó: llamadas a deshoras, sutiles indirectas y todo para nada, para devolverle en pago a sus esfuerzos una mirada de desprecio por su incapacidad para ganarle un caso que a priori parecía simple. Además, ni se había dignado a pagarle por su trabajo. Sintió deseos de detener el juicio e irle a exigir a la rubia lo que le pertenecía, pero se le cruzó otro pensamiento: ¿le habría impresionado su forma de intimidar a la otra abogada hablando en el español heredado de su abuela? Lamentablemente para él, el intento duró apenas tres preguntas debido a las obvias muestras de incomprensión por parte del testigo Israel Casas. No importaba; a la mierda con la rubia. De cualquier forma, su ego seguía intacto después de la nochecita histórica que acababa de pasar.
Salazar, por su parte, no salía de su asombro al ver a ese juez flaco, desparramado en el sillón con los brazos alzados por detrás del respaldo y dando evidentes muestras de apatía (¿se habrá quedado dormido?). Además, era negro, lo que no dejaba de sorprenderlo, aunque pensó que quizá eso hasta podría venirle bien. A todo esto, el policía barrigón seguía robándole el agua al juez... se atragantaba una y otra vez en su declaración. La seguridad en sí mismo que había exhibido ante Memo Gaona hasta entonces se fue al traste cuando el abogado le pidió que leyera su propia declaración. Se ha parado; a pesar de estar impreso, no comprende una de las palabras: ahí dice “presentando” le aclara Dworkin, que está perdiendo la paciencia. El juez Lindsey se muestra obviamente molesto cada vez que el policía lo castiga con su tos de fumador (yo a los siete años leía mejor—susurraba Dworkin) y le pregunta impaciente:
— Pero, vamos a ver, ¿quién golpeó a quién?
— Memo a Beto—contesta el gordo, aliviado por no tener que leer más.
— Y... ¿podría aclarar quién es Memo?
— Sí señor, el caballero de la derecha.
— ¿Tendría la bondad de referirse a ellos como señor Geiona y señor Salazar?
— OK, OK... Bueno, pues sí, fue Memo el que golpeó a Beto.
Después de unas cuantas preguntas más, la abogada defensora, Melissa Wendel, protesta: no está de acuerdo con el tipo de preguntas “sí o no” que formula Dworkin. Además, el testigo Casas Israel es cuñado del señor Geiona y, por tanto, cabe la posibilidad de que sus declaraciones sean arbitrarias.
— No se llama Casas Israel—corrige Dworkin (otra vez que la ha pillado) sino Israel Casas.
Valiente cretino—piensa Wendel. A lo mejor se cree que no me he dado cuenta de que se gasta un español aprendido a deshoras de las cintas que anuncian en televisión.
— Señor policía, ¿cómo consiguió Ud. transcribir esta declaración? ¿Habla Ud. español?—pregunta el juez.
— No señor, una vecina (puta vida, suspira Salazar) me ayudó a comunicarme con él.
— Y esa monja ¿hablaba bien el español?
— A mí me sonaba muy bien, se ríe... (Le ha hecho mucha gracia su propio comentario). Al traductor parece haberle entrado somnolencia y Salazar no se entera de nada, por lo que se ve obligado a refugiarse en el recuerdo de su primer beso junto a la cascada, cuando Pilar tan sólo era una niña macilenta y tímida, y su voz se esfumaba en el estruendo del agua. Se lo robó disimuladamente y aquella misma noche le hizo un hijo que quizá en este momento le pide tortillas a su mamá y mamá no las tiene.
Si es verdad lo que dice el policía y tenían al Servicio de Inmigración pisándoles los talones, este juicio es una mera farsa, piensas como traductor escandalizado. Decidiste no traducir lo de “ya volverás en un par de meses” ni lo de “no me importaría que los dos trabajaran para mí; ni se quejan ni exigen muchos dólares, por eso tenemos que hacer la vista gorda.” Habrías querido tranquilizar a Beto aunque tan sólo hubiera sido por ver si el policía dejaba de una maldita vez de darle palmaditas en la cabeza como a un niño tonto, y de tocarle la cicatriz de los diez puntos para explicarle con más realismo los hechos a la abogada.
— La palma abierta en alto. ¿Jura decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad?
— Yo quiero dejar claro que ni quiero ayudar a mi cuñado Memo ni a Beto—certificó Israel.
— ¿Lo jura o no? Debe responder “yes” o “no”.
— Yeah.
— Is it true that Mr. Salazar threw a bottle at Mr. Gaona’s truck?
— ¿Mandé?
— ¿Es verdad que Beto arrojó una botella a la troca de Memo? Traduzco.
— Yeah.
— Did it break?
— Yeah.
— Did you see it?
— ¿Mandé?
— ¿Lo viste?
— No. Ni lo vio ni lo oyó, pero él sabe que se rompió, explica sonriente Maureen, la traductora del centro católico de asistencia social que, a diferencia de ti, hace sus labores de traducción por pura filantropía, sin cobrar un sólo centavo.
Meses más tarde, quizás Salazar, cansado de marcar el supuesto número de teléfono de aquel traductor, habría abierto ansioso la primera carta de Pilar. Quizás, gracias al vecino de enfrente, habría encontrado un trabajo de gata en una casa donde ya no tuviera que aguantar los manoseos del señor, del señorito, ni de ningún otro. Y a ti no te volvieron a llamar de intérprete, por lo que se deduce que no debiste de hacerlo muy bien. Bueno, al menos te queda el recuerdo. El recuerdo, ¿por qué no reconocerlo?, de haberte sentido estúpido cuando al presentarte intentaste estrecharle la mano olvidándote, como de costumbre, de las esposas; y de haberte sentido culpable por haberle dado un teléfono falso cuando te lo pidió desesperado.
EXÉGESIS
Todo comenzó a raíz de la polémica interpretación de un cuento. Una mitad de la clase parecía dominada por una inesperada certeza a la hora de decidir qué parte del texto correspondía a la realidad y cuál a la fantasía. Los demás bufaban al refutárselo infinitamente. Lo que en un principio había arrancado como una mera discusión intelectual, poco a poco se fue deteriorando hasta convertirse en una gresca entre defensores a ultranza de este tipo de literatura y el odio—hasta ese entonces reprimido—al intelectualismo filosófico y supuestamente escapista del autor:
— Yo creo que no tiene sentido llamar “escapismo” a la preocupación filosófica por los problemas universales del ser humano—defendía la defensora de los defensores de este cuentista.
— ¿Y me podés explicar cómo puede atreverse un intelectual latinoamericano a perder el tiempo hablando de la palabra y de los tipos de tiempo en una región donde los abusos contra los derechos humanos y los crímenes de lesa humanidad están a la orden del día?—replicó su nuevo enemigo.
— ¿Y a ti quién te ha dicho que los latinoamericanos tengamos que andar siempre lloriqueando identidades y denunciando violencias, apegados al terruño provinciano, a los dichosos orígenes y a...?
Un compañero de rostro indígena, que hasta aquel día no había abierto la boca, la interrumpió para refrendar su postura:
— Eso es, precisamente, lo que quieren las editoriales de este país; así nomás. Se me hace que los críticos literarios y culturales de hoy en día parecen más cheerleaders del oprimido que otra cosa.
La señora que estaba a su izquierda enrojeció de ira:
— ¡Y que sea precisamente Ud. quien diga eso!
— ¿Qué insinúa? —espetó el otro fuera de sí.
A todo esto observaba yo, enmudecido, el toma y daca, sintiéndome (qué hombros tan perfectos tiene Mabel) casi culpable por no ser latinoamericano como mis alumnos de posgrado, mientras se estrechaban las alianzas a uno y otro bando, escudados tras la vanguardia de los más chillones:
—¡Vos a mí no me gritás!
—Pero ¿quién te crees tú que eres, pinche tico? ¡Yo a ti...!
Todavía hoy sigo sintiéndome culpable por no haber frenado a tiempo aquella absurda masacre. La sonrisa se había borrado súbitamente de mi cara al cegarme el destello de la primera navaja y la niebla del pulverizador antivioladores; al ver el primer rostro ensangrentado y las caras desencajadas por el odio irracional. No entendía nada. ¿Cómo podían haber llegado a tales extremos aquellos alumnos, de un respetuoso casi molesto, que anunciaban cada pregunta con la palabra “maestro”? Recuerdo que no daba crédito a mis ojos. Esos gritos de desesperación y pánico que retumbaban en las paredes del aula no podían ser parte de una pesadilla, como había empezado a considerar. Cuando traté de arrebatarle la navaja a uno de los que siempre me habían parecido más sonrientes y amables, el que me borraba la pizarra sin yo pedírselo y me traía recuerdos de los viajes a su país, me amenazó con tal virulencia que decidí no pasar a formar parte del número de víctimas y desaparecí en busca de la policía del campus. Tardaron en llegar.
Ahora vivo resignado a que se me señale con el dedo cuando camino taciturno hacia mis clases; a que se me cite como notorio ejemplo a la hora de indicar a los profesores recién reclutados la política que existe en nuestra universidad con respecto a la violencia; a que se rumoree mi cobardía por no haber hecho más en defensa de esas vidas segadas; y a que sobre mí ronde la sombra del despido, pues, después de todo esto, dudo que me hagan fijo. Cómo podía haberme ocurrido aquello a mí, que me ufanaba de haber mantenido siempre un ambiente relajado y cordial en mis clases, y de haber conseguido que incluso los alumnos centroamericanos y mexicanos se atrevieran por fin a tutearme. Y ahora que ya casi había conseguido arrinconar en mi memoria aquellos lamentables sucesos, me topo con una calle con el nombre de ese maldito autor.
ME LO HE LLEVADO YO
Isabel se disponía a liar un peta cuando Diego se le acercó para prohibírselo: las mujeres no fuman, y menos un peta. Pero ella pasaba de las costumbres de los gitanos y fumaba cuando le daba la gana. Una vez Diego le quiso golpear y llegó a rozarle una mejilla, pero ella no estaba acostumbrada a eso y le amenazó, tirándole de los pelos. Nunca le volvió a pegar, a pesar de sus celos cuando la veía con otro. Eso sí, en alguna ocasión llegó a prohibirle que saliera de casa si no era con él. Pero se perdonaban cosas mutuamente. Isabel sabía que él nunca iría con una gitana que no estuviera bien, y ella había perdido su virginidad hacía tiempo. Le emocionó cuando desde el baño oyó al Diego responder a la mama:
— No, madre. No está bien porque me lo he llevado yo.
Creía que se habría casado con él de habérselo pedido. Lo máximo que llegó a hacer fue decirles a todos:
— Que no se le haga nada, porque va a ser mi mujer.
Un gitano no puede casarse si la mujer no es virgen. La juntera tiene que desflorarla para él, delante de muchas mujeres testigos. Luego, le enseñan el trapo manchado al novio, quien se pone muy contento y la besa cuando se la llevan a hombros. Había empezado a negociar sus costumbres de paya; por ejemplo, ya se recogía el pelo como las gitanas. Un día se quedó to’ pará cuando oyó una conversación en caló, en la que se decían cosas sobre Diego: comentaban que estaba casado y con hijos, y que pasaba caballo. Nunca sospecharon que aquella chochera pudiera entender caló. En efecto, estaba casado con la Lela, con la que tenía un hijo rubito y de ojos verdes. Le mostró la foto en medio del vaivén del vagón. Pronto empezaron las llamadas de la mujer amenazándole de muerte:
— Si te vuelves a ver con él, te rajo la cara.
Pero a Isabel le entraba la risa con esto. La mama siempre le decía que era muy bonita y que la quería mucho. Elogiaba la forma de su boca y sus ojos, y le pedía que aceptara a Diego cuando fuera a ella, ante la oposición de sus otros hijos. Es probable que su marido también fuera payo. Tenía sesenta años y diez hijos porque, como le explicó, no se pueden negar cuando el marido quiere chivar, ni tampoco usar contraceptivos. Según Isabel, los gitanos movían la mayor parte del caballo de Madrid y a los que ella conocía los habían encarcelado varias veces por tráfico de drogas. Todos usaban pseudónimos, excepto el pequeño, el único que había ido a la escuela. En realidad, el Diego se llamaba Lorenzo, el Curri, Francisco y el pequeño, Juan Antonio. Una vez fueron ambas a verle a la cárcel. Cuando la Lela oyó que le llamaban Isabel, se coscó. Al salir de la cárcel, no habló con ninguna de las dos, únicamente con la familia, pero al llegar a casa le dijo que se moría de ganas de verla. La mama dio un fuerte abrazo a Isabel cuando Diego salió de la cárcel, y le pidió que fuera a hablar con el abogado, porque era la única que tenía un poco de cultura. Ellos podían meter la pata. Isabel había ido al colegio hasta octavo de E.G.B., y sabía algo de francés y de mecanografía. La experiencia de enseñar a leer a Diego le pareció maravillosa, pero la verdad es que no había aprendido lo suficiente. A sus diecisiete años, el Diego la quería, aunque había ella perdido su virginidad a los dieciséis. Ambos se habían engañado con la edad para paliar las diferencias.
Isabel vivía en Navas y se llevaba fatal con sus padres, quienes no podían tolerar su vestimenta ni la hora de volver a casa. Sin haber estado nunca antes en una estación de autobuses, se fue a Madrid con dos maletas, y pasó la primera noche en el metro de Malasaña. Al día siguiente, llamó a unas amigas y durmió en su casa. Tuvo muchísima suerte aquel día y creyó en Dios. Más tarde, encontraría una pensión y un trabajo cuidando niños. Cada vez que volvía a Navas, su madre ya lo sabía todo. Isabel estaba segura de que le había puesto un detective privado y, además, creía saber quién era. Era un tío con gabardina que la seguía a todas partes como en las películas. Un día le dijo a su madre que le diera ese dinero a ella, que le hacía más falta, y que le contaría todo.
Ahora, ya harta de tanto lío, se iba a Valencia con una amiga que había conocido en la pensión y que también había estado saliendo con un calorro. Fue ella quien le presentó a Diego. Les habían ofrecido trabajar por 100.000 pesetas al mes en un topless, pero seguro que no aceptarían ese trabajo. La verdad es que acababan de pagar la entrada de un piso y no tenían un duro. Una vez las dos dejaron de piedra a unos gitanos que piropeaban sus piernas en caló. Se habían quedado con ellos contestando también en su lengua. Pero no podía más con tanto peligro. Una vez le había acompañado a Diego a Barcelona, sin saber a qué iba, y luego se enteró de que había ido a recoger un cargamento de farlopa. En el camino de vuelta fueron charlando con dos picoletos de paisano. Pudo incluso palpar la pistola de uno de ellos bajo la camisa. La verdad es que todavía lo quería y lloró mucho cuando escuchó la canción que le dedicaba, en que le explicaba que volvía con su familia y la dejaba. Después de haberse escapado con ella, volvía con la Lela. Los gitanos pueden escaparse de sus mujeres, pero no volverse a casar. Como me explicó, siempre mentían, incluso cuando decían “me muera” o “por mis muertos”, que es lo más sagrado para ellos.
Laura envidiaba la libertad con que vivían. Diego tenía tres o cuatro casas, cuatro coches y era muy rico. No hacen la mili y conducen sin carnet, aunque sí tienen documento de identidad. Sin embargo, se lamentaba de sus costumbres machistas. En una ocasión había visto a uno pegarle en la espalda a su mujer tan sólo porque había dicho de su hijo “¡qué angustia de niño!” No les importaba que les llamaran calorros y ella se lo llamaba a su Diego. Lo que no soportaban para nada era que los mandaras a la mierda o les llamaras “hijo de puta”. A las gitanas sí les molestaba que se las llamaras Lolailas, me explicó.
El tren ya llegaba a su destino y me dijo que el grupo en que tocaba Diego, llamado Casta, tocaría en la Plaza Mayor en las fiestas de San Isidro y que me habría encantado escuchar su canción. Meses más tarde, fui a Navas y pregunté por ella. Todo el mundo sonreía con picardía al oírme hablar de ella e insistían en recordarme lo gorda que se había puesto últimamente. Al parecer, nos estuvimos buscando toda la noche sin encontrarnos.
EL RECUERDO
Llegaron puntuales con una amplia sonrisa en la cara y se sentaron frente a ellos.
— Yo sé palabras en español que tú desconoces, le dijo sin esperar Itzhak, un judío sefardita originario de Ishmir, Turquía.
— ¿Cómo cuáles? Preguntó él.
— Bueno, cuando visité Toledo, contestó en ladino, vi un cartel que decía Calle Chapinería. Entonces, entré en una de las tiendas de la calle y pregunté si conocían el significado de la palabra. Claro, no sabían. “Chapín” es lo que nosotros decimos en judío para “zapato.” Itzhak se refería al ladino, bien como “judío,” “judeo-español,” o simplemente “español.” La conversación con Itzhak, Yaakov, dos sefarditas, y Annie, de la diáspora germana, continuó llena de vocablos interesantes como “mansevica”, “cualo”, “ansí” u otros foráneos, como las voces equivalentes de la palabra vosotros: “tech”, “comités”, “durmitesh”, “vinitesh”, o el rarísimo vocablo para la palabra enseñar. La ortografía reconstruida del artículo de periódico que le mostró, estaba llena de kas como el euskera, y se confundían la uve y la u como en latín. Escribían Evropa, por ejemplo. Los dos hombres hablaban ladino entre ellos, su lengua materna, e irradiaban su orgullo cultural. Habían estudiado juntos en la escuela secundaria de la Alliance Française y en la universidad norteamericana de Estambul, para acabar reencontrándose muchos años después por pura casualidad al otro lado del mundo. La mujer de Yaakov, Josephine, era sefardita marroquí, y contaba que su mundo había desaparecido del todo. Cuando volvió a su barrio, allí estaban los edificios y las calles con sus nombres, pero todo el mundo había emigrado: los más cultos a París y los otros a Israel. Annie pertenecía a los asquenazí, que hablaban alemán e idish, pero un idish incomprensible para los judíos polacos y rusos. Por estar más asimilados, a los sefardíes apenas los consideran judíos. Ni Yaakov ni Itzhak practicaban la religión judía, aun cuando el padre de este último había sido rabino. Entre risas, Yaakov recordaba las soporíferas lecturas de la Torah en hebreo sin poder entender nada. Al menos, Itzhak había escuchado las explicaciones de su padre, después de ayudarle a leer correctamente del libro sin vocales. El niño tenía que seguir la Torah con vocales y asegurarse de que su padre no cometía el pecado de pronunciar incorrectamente alguna palabra. Era su forma particular de enseñarle la religión, pero no llegó a funcionar, por lo visto. Todos ironizaban sobre la gran cantidad de mandamientos, más de trescientos, y sobre las ancestrales prohibiciones de comer cerco o de mezclar lácteos con la carne. Curiosamente, aquella noche comieron un helado inmediatamente después del filet mignon.
Fue Josephine quien le preguntó, nostálgica y amarga, si aún existía el prejuicio antisemita entre los españoles. Él se apresuró a negarlo e insistió en el orgullo con que sus profesores le habían enseñado a apreciar la rica herencia judía y árabe palpable aun hoy en día en España, especialmente en su ciudad. Pero de repente, temió ruborizarse al recordar el cuadro que ocupa la pared frontal de la hoy iglesia del Corpus Christi. Alguien había tenido la idea de decorar la antigua sinagoga mayor de Segovia con un cuadro que rememora una de las numerosas leyendas antisemitas que aún perviven en la tradición popular. “Cuando los malvados judíos iban a quemar la hostia consagrada, ésta voló de las llamas aterrorizándolos y abriendo una brecha en la pared que todavía se puede contemplar hoy,” le explicaban cuando era niño. Cuando volvió aquel verano, pudo comprobar que la brecha en la pared estaba reparada pero que la absurda leyenda seguía inmortalizada en el enorme cuadro, por cierto de dudosa calidad. Allí vio avergonzado las enormes narices estereotípicas de los ladrones de la hostia, antes de apresurarse a inventar una excusa para salir lo antes posible de aquella casa de Dios, casa de amor y reconciliación.
EL TANGANILLA
Tanganilla parecía un hombre feliz. Casi nadie sabía su verdadero nombre: Francisco Maña Gómez. Harto ya de monjas, se escapó del orfanato malagueño corriendo como una flecha, se hizo feriante y pasó la mayoría de su vida de pueblo en pueblo hasta que se le quemó el artefacto de feria—que ni siquiera era suyo—y tuvo que buscarse la vida de otra manera. Fue a parar a la fábrica de pieles de visón de Brieva, donde trabajó hasta que la cerraron. Los viejos del pueblo le recomendaron que abriera un bar, pues no tenían ninguno. A falta de recursos, su casa en la calle Real de Arriba se convirtió en el lugar de encuentro local para jugar la partida o para tomarse una cerveza a veinte duros. No había más que correr las cortinillas, decir “Hola, Tanga” y sacarse una cerveza del frigorífico o comprar golosinas si se era niño. Su sonrisa sincera al ver a alguien llegar, hacía que a nadie le cayera mal. En verano se podía jugar allí al futbolín, ver alguna de las apoteósicas puestas de sol o sentarse en el sofá a escuchar sus historias con portuguesas obesas, cómo un día aterrizó alguien con una avioneta detrás de su casa, la desmontó y se fue, y otras aventuras. “Ya me pagaréis”, decía cuando tenía que irse; “estarán en el patio de atrás fumando porros”, cuando se le preguntaba por alguien. Como era tan bajito, Tanga se subía a los taburetes muerto de risa para hacerse fotos con las chicas. Cuando tengo un duro me lo gasto y tan feliz, decía siempre. Ese era su lema. Mira, me acabo de comprar un teléfono móvil y una videocámara. Tuvo un duro. Se lo gastó. Fue feliz. Me entristeció enterarme de que el Tanganilla había muerto.
EL YIYI
El Yiyi, que se dedicaba a cuidar los bosques de Balsaín, acostumbraba a tirar a diario colillas encendidas desde el Jeep. “¡Ah!, ¡niñito!”, decía sin ton ni son a todas horas, y comenzaba el recuento de todas las alemanas que se había tirado en sus tiempos de emigrante:
— Y salí con una que tenía una madre cojonuda y me tiré a las dos. Ya me conocían por allí.
Todo el mundo lo rodeaba para escuchar sus historias y lo picaban para que contara más. Siempre andaba sonriente, a pesar de haber tenido una vida llena de esfuerzos y sufrimiento: el trabajo en las fábricas y en las bases americanas había sido duro, su hijo tenía problemas de drogas y a su madre la había matado un coche que se salió de la calzada y fue a chocar con el poyo frente a su casa.
— “¡Ah! ¡niñito!, decidió contarme un día. Todo el mundo me pregunta por el lugar donde consigo los mejores níscalos del pueblo. ¡Ah! ¡Sandrinistas! Siempre llevo al restaurante más que nadie y nunca adivinarán mi secreto. ¿Quieres saber cómo lo hago? Cuando llueve, me doy una vuelta por el monte, voy a ver dónde se han hecho los charcos y ya sé que allí es donde van a crecer. Así de simple.
El primer día que llevaba a los vigilantes a las torretas de Matabueyes y La Camorca, iba a toda velocidad para aterrorizar a los sandrinistas esos. Luego se iba abriendo poco a poco y les invitaba a cervezas. Y así trascurrió su vida. Pero hasta el día en que se jubiló, ese guardabosques que siempre estaba de buen humor y no parecía guardarle rencor a nadie no dejó de tirar colillas encendidas al bosque desde el jeep.
EN MI CAFÉ NO SE HABLA DE ESO
Un canadiense que, al parecer, había llegado al Cuzco en bici desde Quebec y que se había quedado allí; un supuesto etarra (eso rumoreaban los locales) que había abierto un café cerca de la plaza de armas y andaba huyendo de la justicia española; y yo. Yo me mosqueo porque andan celebrando el atentado a las torres gemelas:
— Murieron muchísimos inocentes, gente que no tiene nada que ver con asuntos de política, salto muy molesto, y lo comparo con las víctimas inocentes de la ETA, como la niña que perdió una pierna en un cuartel de la Guardia Civil.
El supuesto etarra, al oír ese comentario, llega como una exhalación a mi mesa y me empieza a gritar como un energúmeno, diciéndome que en su café no se hablaba mal de la ETA. Vi que llevaba el lauburu colgado al cuello. Yo le expliqué, con moderación, que estaba criticando la violencia contra inocentes de cualquier signo. Entonces, me preguntó que qué era eso de un inocente, que no existían los inocentes. Después de una discusión, me extendió inexplicablemente la mano, medio rabioso, y luego se metió en un cuarto de dentro. Parecía quemadísimo. Se hizo un largo e incómodo silencio entre los allí presentes y decidí pagar e irme. Hasta el día de hoy me pregunto por qué nunca lo denuncié a la policía, si sospechaba que podía ser verdad lo de que era un terrorista.
LOS VECINOS
El día de fin de año salieron al bar de al lado pues no querían complicarse la vida yendo al centro de Los Ángeles. Dos chicanos, Pierre y David, empezaron a hablar con ellos. Parecían simpáticos. El hermano pequeño estaba gordo y apenas hablaba español. Parecía intimidado por el mayor, que sí lo hablaba. Cuando la pareja se fue a bailar, los dos hermanos les echaron una droga en la bebida. Tras beberse lo suyo y lo de su pareja, siguió hablando, pero al rato se puso blanco, se le volvieron los ojos y se desmayó. Vomitaba con la cabeza en el suelo. Pierre y David insistieron en llevarle a casa aunque la mujer no quería, cualquiera sabía cuál era su intención. Pero al ver que nadie más quería ayudarle, accedió. Al llegar al bloque de apartamentos, pidió ayuda al vecino de abajo que se asomó a ver qué pasaba sólo para cerrarle después la puerta en las narices:
— No quiero problemas. Ya sabes que tengo dos hijas.
Más tarde, la mujer oyó a los dos hermanos discutir en la cocina: David quería que se marcharan de una vez, pero Pierre insistía en quedarse. De los nervios que se le pusieron por algo que quería hacer Pierre, David vomitó también él en la taza del retrete. Ella fingió no sentir peligro y les dio las gracias por ayudarle con el desmayado, a la vez que dejaba caer de paso que el vecino de enfrente era policía y podía prestarle ayuda. Acto seguido, les regaló unas galletas navideñas que había cocinado el día anterior y les dijo que iba a llamar a los paramédicos. Abrió la puerta de la calle, marcó el número de la policía y colgó, para poder volver a llamar de inmediato pulsando un botón en caso de peligro. Eso les debió de intimidar porque por fin se marcharon de allí. Después de unas llamadas, llegaron tres policías y unos paramédicos vestidos de naranja que le hicieron varias preguntas, si había tomado drogas, pero apenas podía responder. Tenía las pupilas completamente dilatadas, así que algo raro pasaba. Se pasó toda la noche y el día siguiente en cama, vomitando algo amarillo.
Los otros vecinos, los de Guatemala, les contaron al día siguiente que, efectivamente, habían oído un ruido muy grande la tercera vez que cayó al suelo desvanecido, y que oyeron reírse en la escalera a los dos hermanos, hablando de buscar unas tijeras.
MARTÍN, EL ANACORETA
Martín pertenecía a una fundación de anacoretas. Apestaba y llevaba andrajos pero, sin duda, se cuidaba de la estética puesto que el dibujo de la fotocopia que les dio a cambio de unas perrillas era idéntico a su aspecto: las barbas hasta el pecho, la boina, la cruz de madera negra, los harapos… el dibujo debía de ser su garantía de autenticidad.
—¿Qué dicen los periódicos? Mentiras, ¿verdad?
—Hay de todo, le contestaron los dos adolescentes. Parecía un profeta llegado para anunciar la llegada del Apocalipsis.
— Ya no hay hippies, ¿no? Preguntó inesperadamente.
— No, ahora ésos son yuppies, respondieron. Martín escuchaba atentamente o al menos, eso parecía. Abrió un talego con migas de pan, comenzó a masticarlas y luego preguntó con la boca llena:
— Y eso, ¿qué es?
—Son tres siglas que significan joven profesional urbano.
— ¡Aaaah! aprobó con la cabeza.
Después continuó contándoles sus hazañas que, de vez en cuando, interrumpía con un apático “¿sí?” Les contó que venía de misa, en donde se había confesado y comulgado, y que había recriminado al confesor por su olor a perfume. Se había echado medio frasco de colonia, el tío. Les explicó, también, que todos y cada uno de los ritos de la Iglesia habían sido inventados cada uno en un siglo, que eran meras creaciones de los hombres. Él abandonó el monasterio porque allí lo único que hacía era trabajar, obedecer y callar; y aquello no era para él. Las historias de su vida en el monasterio parecieron interesarles pero Martín cambió de tema: de lo único que estaba seguro en su vida era de la existencia de Dios.
—Dios creó el mundo, dijo con aire de misterio, y siguió recitando entre dientes. Cada cierto tiempo se quitaba la boina y se pasaba la mano por la cara y la cabeza rapada. Al final, les narró su experiencia con una mujer y les explicó lo que les gustaba a todas. Poco a poco, el recuerdo de su musa se lo llevó a otros mundos y allí quedó dormido en el banco.
MANOLO, EL MALO DE LA CLASE
Los niños son unos seres despiadados que se pasan el día perdiendo el tiempo, que cada diez minutos tienen que ir al baño y que se pelean por apuntar a los que hablan cuando el profesor sale de clase. En esa clase había, claro, un gordo, una empollona y el obligatorio morral de la clase, que era Guillén. El gordito, Raúl, siempre estaba colorado e intentaba sin ningún éxito ganar el galardón de gracioso de la clase. A Guillén le encantaba hacer como que nunca había roto un plato. El primer día de clase se había sentido muy feliz con su papel de protagonista: no podía escribir porque tenía una heridita en el dedo. Otro día, desesperado, se levantó en medio de la clase y le dijo en voz baja al oído:
— ¿Falta mucho, profe?
Juan era el pelota. Con la anterior profesora había sido el malo de la clase, pero por razones desconocidas había decidido cambiar de papel. A veces se proponía a sí mismo como portavoz de la clase. Una vez habló en nombre de todos:
— ¿Te importaría decir “pizarra” en vez de “encerado”? Es que si no, no te entendemos.
Uno de los más interesantes era José Antonio. Cojeaba pronunciadamente, aunque no parecía tener mucho complejo: un día le explicó entusiasmado que, después de la clase, iba a ir a karate, y levantaba ágilmente su piernecita torcida para fingir una patada. Presumía, también, de ser el más rápido nadando. En contraste, había otra niña encantadora, Silvia, que tenía el brazo derecho cortado por el codo, y lo escondía tanto que su profe no se dio cuenta hasta el cuarto día de clase. Ella notó perfectamente el día en que el profe se dio cuenta de lo de su muñón. De Ramón decían sus compañeros que al principio parecía bueno, pero luegooo... A veces se caía de la silla sin mediar palabra cuando le preguntaba algo. Pero el malo, lo que se dice malo, era Manolo, quien tenía muy asumido su papel. Desde el primer día, sacó a relucir sus enorme mala leche preguntándole a la coordinadora si ése era el profesor u otro alumno. Tampoco tardó en advertirle al profe que algunos días no vendría simplemente porque no le daría la gana, como, en efecto, así hizo varias veces a lo largo del año académico. Decía en su casa que no había clase de inglés y no venía. Cuando sí decidía asistir a clase, se dedicaba a escribir corazones con los nombres de Beatriz, la guapa de la clase, y el de cualquier otro chico; el que más rabia le daba.
Además de cumplir la función de guapa de la clase, Beatriz tenía un doble papel: era también la empollona. Era la que más sabía junto con Javier Seisdedos. Todos levantaron la mano muy serios el día en que pregunté quién se iba a sentar junto a ella porque, como no había suficientes libros, tuve que sentarlos en parejas. Sobre todo Juan, que le miraba con unos ojos redondísimos. Beatriz era muy coqueta para su edad. Se recogía el pelo con frecuencia y pronunciaba unas eses muy silbantes.
Por lo demás, Manolo, el Malo, se sentaba en la ventana sólo para provocar, rompía el proyector o embadurnaba de tiza la silla del profe, para joder. Pero eso no era lo peor: también se automutilaba con el cortapapel con el objeto de que le dieran permiso para ir al baño a lavarse la sangre. En casi todas las clases se hacía una cortada en un dedo y no había cómo impedirlo. A nadie se le ocurrió prohibirle que trajera el cortapapel a clase.
El día en que el profe por fin había conseguido que le llamaran “teacher”, la coordinadora lo cambió a una clase de octavo. Semanas más tarde se volvió a encontrar a Manolo, el malo de la clase, quien se lamentó del cambio de profes porque ya no podía hacer el cabra; ahora, la nueva lo echaba de clase casi todos los días. Volvió a ver, también, a Juan el Pelota, quien le dio un beso sincero. Más tarde, se enteró de que con la nueva profesora, había vuelto a su antiguo papel de malo de la clase.
¡AY, MAMACITA!
“¡Ay, mamacita!”, dijo de repente, con perfecto acento mexicano, un niño mofletón, rubio y pálido, de ojos azules, a su madre rubia y pálida, de ojos azules, en el supermercado, quien le contestó:
—Come on baby, let’s go home.
Y MI PALABRA ES LA LEY
Volvía a casa, con los pies hechos polvo después de tres clases eternas, con las aulas abarrotadas y malolientes. ¡Qué ganas de tumbarse en el sofá! Después de un rato conduciendo, se dio cuenta de que llevaba como diez minutos oyendo la misma canción en la emisora: “Con dinero o sin dinero, yo hago siempre lo que quiero, y mi palabra es la ley…” Se preguntó si estaría soñando pero no, una y otra vez la misma canción volvía a sonar. Esto sólo puede pasar en esta ciudad sin dios, murmuró entre dientes. En los veinticinco minutos de regreso, oyó y oyó, muerto de risa, a Pedro Infante, José Alfredo Jiménez o quienquiera que fuera el que estuviera cantando. Al día siguiente, para su mayor sorpresa, seguía la repetición eterna de esa misma canción: “Con dinero o sin dinero, yo hago siempre lo que quiero, y mi palabra es la ley…” Se trataba, se enteró unos días después, de una nueva emisora mexicana que, para no complicarse la vida, había empezado con una sola canción.
EL TAXISTA DE BELÉN
Aquel taxista de Belén nos había tratado como reyes. Fue más guía que taxista, explicándonos de manera tolerante y racional cuáles eran los acuciantes problemas en los territorios palestinos y por qué había tanto resentimiento mutuo entre árabes e israelíes. Conocía muy bien la historia local. Nos mostró el castillo de Herodes y la red que los mercaderes de Hebrón habían tenido que poner encima de sus tiendas para que no les cayera encima toda la basura que les echaban los colonos judíos. Con él pudimos ver las burlas que les hacían también los colonos judíos desde la otra ventana que daba a la tumba de Isaac. Antes no tenían acceso a ella más que los palestinos, nos explicó, pero tras la bomba que pusieron unos colonos extremistas, el gobierno israelí decidió abrirles un acceso también a ellos. Se quejaba, sin mucho rencor, de cómo el ejército israelí les había cortado el acceso al desierto a los beduinos, de cómo los colonos se habían quedado con todo el agua y los estaban asfixiando económicamente, pero todo lo decía sin alterarse ni levantar la voz; siempre conciliador, comprensivo. Tras mostrarnos los enormes, nuevos asentamientos de colonos judíos en Belén, nos llevó a un campo de refugiados y nos mostró un hotel que había sido abandonado apenas después de completarlo. Le dimos una buena propina y le invitamos a comer. Cuando ya nos despedíamos, no obstante, nos comentó, como quien no quiere la cosa, que el ídolo de su hijo menor era Hitler.
PATRITO
Veinticinco años después volvió a ver a Patrito. Los años no habían pasado por aquel hombre, un disminuido mental que recorría todos los bares pidiendo, con dos golpes de nudillo en la barra, un vaso de agua y un pincho. Unas veces se lo daban y otras no, pero él seguía insistiendo cuarto de siglo después. Esta vez no le había asustado, ni había dominado sus pesadillas, sino que lo había dejado boquiabierto: el tiempo había quedado paralizado en aquel pueblo donde vivió sus primeros años, aunque la diferencia era que ahora, inexplicablemente, todo el mundo bailaba el vals como los ángeles. Cuando era pequeño, Patrito, que seguía teniendo el mismo aspecto que había archivado nebulosamente en sus recuerdos infantiles, era el loco del pueblo. Le hacían compañía la Herminia, que no era tan pacífica como él, y dos hermanas, la Tata y la Mangrina. La Herminia tenía la costumbre de perseguir y asustar a los niños—a veces les pegaba—y de beber del agua sucia de excrementos de burros y mulas del pilón de la plaza de La Orceña. Nadie le supo contestar qué había sido de esos otros tres locos del pueblo. Pero allí seguía Patrito, dando con los nudillos en la barra y pidiendo un vaso de agua y un pincho en cada bar del pueblo.
EL MILAGRO DE EL PARRAL
Contra todo pronóstico, había conseguido convencer a los últimos frailes jerónimos que quedaban en el mundo, los del monasterio de El Parral en Segovia, de que le dejaran recluirse en una de sus celdas para preparar exámenes.
“Este monasterio sólo recibe visitas de gente que viene a orar; no a estudiar”, insistió en un principio el abad. Pero, de alguna manera, consiguió convencerlo. Su sobriedad había cedido, limitándose a informarle de que al final de su estancia, podía dar una donación voluntaria.
Entre los cantos gregorianos, el voto de silencio de seis días a la semana, las reuniones en el círculo del Espíritu Santo en el jardín y las miradas furtivas de los frailes, ya había visto varias cosas extrañas durante su estancia en el monasterio, incluidas las violentas amenazas de otro de los huéspedes, quien parecía haber perdido el juicio. Pero ninguna de esas cosas lo fue tanto como la habilidad que tenía uno de los hermanos para saber la hora exacta en que debía levantarse a prender la luz tras la meditación colectiva. Supuso que los muchos años de práctica lo habían adiestrado a medir el tiempo hasta las décimas de segundo: el anciano siempre se levantaba en silencio a la hora exacta, se dirigía muy serio a la puerta y daba la luz, pero nadie parecía mostrar sorpresa por ese don aparentemente milagroso.
Llegado el último día de su estancia en el monasterio, decidió sentarse en otro banco más cercano y observarlo detenidamente. Esperó ansioso a que pasaran los minutos uno a uno. En realidad, ésta la única actividad que se le hacía pesada y realmente aburrida. No oraba nunca; se limitaba a observarlos con el rabillo del ojo, mientras cada uno de ellos buceaba en su mística personal. Pasada la hora de oración en silencio, que esta vez le pareció al estudiante una verdadera eternidad, el fraile se levantó disimuladamente la manga del hábito, miró su reloj de pulsera y procedió, lentamente como siempre, a cumplir con su deber.
LA OTRA SOFÍA
Se llamaba Sofía, como mi hija. Andaba siempre en el parque con sus dos hermanos pequeños. Su madrastra los odiaba y su padre se pasaba la vida trabajando en la tienda de la gasolinera. Los dejaban por la mañana solos en el parque hasta que volvían por la tarde y solían pedirme comida cada vez que me veían, porque su padre apenas les dejaban algunos dulces.
Un día Sofía me contó que en el país de su padre había gente muy rica que pagaban a hombres por dejarse cazar como animales a cambio de la promesa de dar a su familia una suma de dinero suficiente para que sobrevivieran sin apuros el resto de su vida. Había siempre voluntarios.
Nos mudamos y nunca supe cuál era el país de su padre y si había algo de verdad en esa historia.